Soberanía     Democracia

       

                         Los pilares del Estado  

 

 

 EL AUGE DE LA DEMOCRACIA EN LA ATENAS DE  PERICLES Y EL OCASO TRAS SU MUERTE   

 

  • LA DEMOCRACIA EN LA ATENAS DE PERICLES
    • Antecedentes
    • La figura de Pericles
    • El Discurso Fúnebre de Pericles y su alegato sobre la democracia
    • La posible teoría de la democracia en la Oración Fúnebre de Pericles o su intención de educar en democracia
    • Pericles. El punto álgido de una democracia inconclusa
    • Una retrospectiva sobre los principios que impulsaron el régimen democrático en Atenas
    • La democracia de Pericles o el gobierno del primer ciudadano
  • LOS SOFISTAS Y LA REPERCUSIÓN DE SUS ENSEÑANZAS
    • Atenas tras el siglo de Pericles
    • La irrupción de los sofistas
  • DE LA PRAXIS DE LA DEMOCRACIA A LAS TEORÍAS POLÍTICAS. Platón y Aristóteles
    • Sobre la génesis del pensamiento político
    • El advenimiento de la Teoría política
    • Platón. Democracia v/s Ciudad Ideal
    • Aristóteles. Democracia v/s República (Politeia)
  • EL FINAL DE LA DEMOCRACIA EN LA ANTIGUA GRECIA
    • Su declive y ocaso

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LA DEMOCRACIA EN LA ATENAS DE PERICLES

Antecedentes

 

  Se dice que fue Clístenes quien estableció la democracia en Atenas, al ser bajo su mandato cuando el pueblo se posicionó en las instituciones públicas de la polis ateniense. Culminaba así el anhelo popular de hacer realidad un derecho al que se venía aspirando desde tiempo atrás. La desarticulación del entramado tribal que ejercía su control en la designación de los cargos en los órganos de poder, sería de gran importancia para el objetivo de unidad de la polis, en menoscabo de las adhesiones particulares y restando protagonismo a las influencias de los grandes terratenientes y las familias más pudientes.

  Las circunstancias en que se desarrollaron estos acontecimientos repercutirían de forma notable en la posterior composición del gobierno de la Ciudad Estado de Atenas y que, a pesar del acceso del pueblo a sus instituciones, siguió conservando un cierto estilo aristocrático y el distinguido refinamiento heredado del gobierno de los tiranos. Sería tal vez por eso que, si no tanto en las corrientes ideológicas, sí en las maneras de estar en política de la clase aristocrática, gran parte de sus costumbres seguirían manteniéndose por algún tiempo, aun proviniendo de las clases inferiores quienes estuvieran ocupando ahora los puestos dirigentes y ejercieran por ello una mayor influencia.

  Con la victoria sobre los persas, la democracia ateniense entra en una nueva fase. La decisión impulsada por Temístocles de ampliar la flota marítima de Atenas, la convirtió en una potencia naval que le proporcionó numerosas victorias y produjo notables contrastes en la población ateniense, al emerger una nueva clase al servicio de la polis que, además, era sostenida por esta económicamente. La influencia y el peso en la Asamblea de esta nueva clase social fue sagazmente aprovechada por Temístocles para poner en desventaja a sus adversarios políticos e inclinar las decisiones de estos en favor de su causa.

  Mientras Grecia estaba en peligro y los éxitos acompañaron a Temístocles, todo le fue favorable, a pesar de sus carencias, pero cuando la situación cambió, las familias ricas atenienses, en especial la de Milciades y la de los Alcmeónidas, unidas ahora por el matrimonio de Cimón, hijo del primero, con una alcmeónida, se fueron uniendo en su contra hasta expulsarlo y encumbrar a este último, del que dice Bowra que no era hostil a la democracia establecida, “pero tampoco deseaba extenderla e intentaba contentar a sus partidarios mediante copiosos regalos procedentes de su gran fortuna y amplias llamadas a su fervor patriótico contra los persas[2].

  Cimón se ganaría el favor de los atenienses gracias a las victorias y éxitos militares que conseguiría al frente de la llama “Liga de Delos”, formada por diversas ciudades estado del Ática, de las islas del Egeo y de las costas de Asia Menor, en defensa de sus territorios y, aunque parece que trató a todos con cierta generosidad y sin imponerles sus ideas políticas, se estaban dando los primeros pasos para convertir la liga en un imperio. A pesar de que podría haberlo hecho, Atenas no quiso imponer su sistema democrático al resto de los aliados y estos siguieron conservando sus formas particulares de gobierno.

  Cimón no estaba muy conforme con el rumbo que estaba tomando la democracia en Atenas y pensaba en Esparta como un posible aliado ante posibles amenazas, si la situación empeoraba y no se desenvolvía como él esperaba. Posteriores desavenencias en esa posible alianza y la actitud de Esparta desechando la ayuda que le ofreció Atenas en momentos de necesidad, hicieron que Cimón cayera en desgracia y regresara humillado a Atenas donde el pueblo le volvería la espalda hasta el extremo de condenarlo al ostracismo. Desde entonces, Atenas dejaría de considerar a Esparta como amiga, comenzando así una nueva etapa en la que se modificará considerablemente la configuración de las relaciones entre los pueblos helénicos.

  Rotas las relaciones entre Atenas y Esparta, esta trató de humillarla desplegando todo su desprecio, lo que hizo enfurecer al pueblo ateniense y de manera especial a los detractores de Cimón. A raíz de esto, la política de Atenas, tanto en el ámbito exterior como en el interior cambiaría radicalmente, emergiendo la figura de Efialtes quien se había destacado al mando de una parte de la flota.

  Efialtes se puso al frente de un activo movimiento que pretendía introducir importantes reformas a favor de la causa democrática. Entendía este grupo que las ricas familias atenienses seguían ejerciendo todavía notables influencias en las decisiones políticas que se tomaban, solapando con ellas las que pudieran devenir de las clases menos pudientes al instigar una menor intervención de estas en las deliberaciones de los asuntos públicos. Veían estos el incremento de poder que venía ostentando el Tribunal del Areópago, cuyas decisiones actuaban como un freno a las medidas que se proponían desde el sector popular y favorecían la concentración del poder en las clases privilegiadas.

  Los cambios propiciados por Efialtes, aun sin ser excesivamente radicales, hicieron posible la implantación de otras medidas encaminadas a despejar el camino que hasta ese momento venía entorpeciéndolas. Con esto se desafiaba a las clases dirigentes y se conseguiría afianzar la confianza de los demócratas en las instituciones de poder y desterrar la idea de que solo los ricos tenían asegurado el acceso a las mismas. Por desgracia para la consolidación de su proyecto, Efialtes sería asesinado por alguien nunca identificado.

 

La figura de Pericles

  Pericles debió de colaborar con Efialtes en sus reformas y, después del asesinato de este, se mantendría de alguna manera asociado con sus seguidores más destacados, pero sin alcanzar todavía la relevancia que después conseguiría al ser elegido general sobre el año 454 a. C.

  Pericles era de familia aristocrática, ligado por parte de madre, sobrina del reformador Clístenes, a la familia de los Alcmeónidas. Sucedió a su padre y le aventajó en las funciones en las que lo sustituyó y, aunque tardó en ascender, participó activamente en la política, ganándose las simpatías del pueblo que lo eligió como general desde el año 443 a. C. hasta su muerte en el año 429 a. C.

  Pericles se había instruido en las ideas de los nuevos movimientos intelectuales de su época, cultivando la ciencia y la filosofía, conocimientos que habrían de incidir notablemente en el desarrollo de su trayectoria pública. Su talento político y su habilidad oratoria fueron cualidades que debieron de influir de manera decisiva en la opinión del pueblo de Atenas para ser reelegido anualmente como general.

  Aun siendo de ascendencia aristocrática, a nivel popular gozó de gran fama y notoriedad, lo que le valió para liderar el gobierno de la polis con sus políticas, convenciendo a sus conciudadanos del buen fin de sus ideas: “La causa era que Pericles, que gozaba de autoridad gracias a su prestigio y a su talento, y resultaba además manifiestamente insobornable, tenía a la multitud en su mano, aun en libertad, y no se dejaba conducir por ella, sino que era él quien la conducía; y esto era así porque, al no haber adquirido el poder por medios ilícitos, no pretendía halagarla en sus discursos, sino que se atrevía incluso, merced a su prestigio, a enfrentarse a su enojo[3].

 

El Discurso Fúnebre de Pericles y su alegato sobre la democracia

  Pero no es en la figura y personalidad de Pericles donde queramos centrar especialmente nuestra atención. Nuestro interés va dirigido a indagar y profundizar en el momento democrático que vivió Atenas con Pericles y en la repercusión y trascendencia que tuvieron sus maneras de hacer política, para así poder tener un mejor conocimiento de la democracia griega.

  Comencemos por conocer qué es lo que Pericles decía de la democracia. Nada mejor para ello que hacerlo a través de su enardecida defensa del sistema político que tenía en su tiempo la Ciudad Estado de Atenas y que Tucídides nos transmite con detalle, al recoger en sus escritos la célebre “Oración Fúnebre” que pronunciara Pericles en su discurso en memoria de los atenienses caídos en el primer año de la Guerra del Peloponeso:

·       “Tenemos un régimen político que no emula las leyes de otros pueblos, y más que imitadores de los demás, somos un modelo a seguir. Su nombre, debido a que el gobierno no depende de unos pocos sino de la mayoría es democracia. En lo que concierne a los asuntos privados, la igualdad, conforme a nuestras leyes, alcanza a todo el mundo, mientras que en la elección de los cargos públicos no anteponemos las razones de clase al mérito personal, conforme al prestigio de que goza cada ciudadano en su actividad; y tampoco nadie, en razón de su pobreza, encuentra obstáculos debido a la oscuridad de su condición social si está en condiciones de prestar un servicio a la ciudad[4].

  Es importante significar que habremos de dar crédito a quienes piensan que, tanto este como los otros dos discursos de Pericles que recoge Tucídides en su obra, transmiten, si no textualmente si al menos en lo fundamental, las ideas propias de Pericles sin adulteración alguna de las propias ideas del autor.

  Siguiendo la opinión de S. Hornblower, escribe Calonge Ruiz que no deben servir de base las ideas expresadas por los oradores en los discursos para conocer el pensamiento de Tucídides, lo que no quiere decir que no puedan ser utilizadas para deducir de su contexto algo de su propio pensamiento. Ni siquiera se puede negar, añade, que el propio Tucídides coincidiera, por considerarlas congruentes, en alguna de las ideas que éste pone en boca de los oradores cuyos discursos seleccionó. Lo que no admite, concluye, “es que se puedan configurar las ideas propias y la personalidad cultural de nuestro autor basándose en expresiones extraídas de los discursos, ni siquiera en una sola idea por muy repetida que se encuentre en ellos[5].

  En la misma línea se pronuncia Rodríguez Adrados quien califica como ideas propias de Pericles las expresadas en la “Oración Fúnebre” recogida por Tucídides, “porque es sabido que el discurso en cuestión presenta, dentro del género a que pertenece, rasgos tan peculiares y, de otra parte, ideas tan poco usuales en Tucídides, que es reconocido casi sin excepción como testimonio auténtico del pensamiento del estadista ateniense[6].

  Entendiendo pues, que las manifestaciones expresadas en el discurso de la “Oración Fúnebre” recogido por Tucídides, se atienen en su esencialidad al pensamiento e ideas de Pericles. Habremos de ver ahora qué democracia era esa tan elogiosamente alabada que, Tucídides, en un gesto que parece de admiración al recoger tan expresivamente sus detalles, parece ensalzar por un lado, para luego cuestionarla al referir las reacciones del pueblo de Atenas ante las frecuentes arengas que le dirige su “primer ciudadano”: “Así, siempre que los veía confiados de modo insolente e inoportuno, los espantaba con sus palabras hasta que conseguía atemorizarlos, y, al contrario, cuando los veía dominados por un miedo irracional, los hacía retornar a la confianza. En estas condiciones, aquello era de nombre una democracia, pero, en realidad, un gobierno del primer ciudadano[7].

 

La posible teoría de la democracia en la Oración Fúnebre de Pericles o su intención de educar en democracia

  Antes de profundizar en las manifestaciones que Pericles hace sobre la democracia, habremos de despejar la duda de si las habremos de considerar, al igual que Musti, como una teoría de la democracia, y así “responder positivamente al interrogante sobre la existencia en la Antigüedad de una teoría democrática de la democracia[8].

  O sí, por el contrario, habremos de determinar, como hace García Gual, que la teoría política de la democracia ateniense no se encuentra formulada y recogida en ningún texto fundamental. La democracia ateniense, comenta este autor, “funcionaba sin una declaración expresa de sus principios fundamentales, aunque pueden encontrarse algunos textos en los que se ensalzan sus logros, como en el famoso discurso que Tucídides pone en boca de Pericles, al comienzo de la guerra del Peloponeso, en el libro II de su Historia. Allí Pericles entona un verdadero himno a la grandeza espiritual de la Atenas democrática, ejemplo cívico para toda Grecia[9].

  O, tal vez, debiéramos concluir con Finley que, “los mismos helenos no desarrollaron una teoría de la democracia. Existían conceptos, máximas, generalidades; mas todo eso no constituye una teoría sistemática[10].

  Nuestra opinión se aleja de la de Musti y se acerca más a la de quienes, como Finley y García Gual, piensan que no existe, o al menos no se sabe que exista, una teoría sistemática sobre la democracia en la Grecia antigua.

  En este sentido y, como ya hemos visto, hasta el propio Tucídides parece no tener los conceptos muy claros, pues habla de que aquello era, de nombre, una democracia pero que, en realidad, era el gobierno del primer ciudadano. Y si nos atenemos al relato de Tucídides sobre como Pericles finaliza su discurso, poniendo a la ciudad de Atenas como ejemplo para Grecia[11], todo pudiera ser que lo que, con esas últimas palabras estuviera expresando Pericles, no fuera otra cosa que el ideal que tuviera en mente sobre las bondades que debía llevar aparejadas el régimen de gobierno democrático que deseaba para la Ciudad Estado de Atenas y, lo que quizás pretendiera al enumerarlas, fuera su deseo de que arraigaran de una vez por todas en el espíritu del pueblo ateniense.

  Así parece dejarlo entrever Claude Mossé, al menos nos lo parece a nosotros, cuando, en referencia a las palabras de Pericles sobre que la ciudad de Atenas, en su conjunto, era una lección viva para Grecia y, considerando el término que emplea Tucídides, relaciona estas palabras con la acción de instruir, remitiendo por tanto este final de discurso a la noción de educación[12].

  Escribe Jaeger en su Paideia que, en la teoría de Protágoras, aparece el Estado como la fuente de todas las energías educadoras. Es más, dice, el Estado es esa organización educadora que impregna de este espíritu todas sus leyes e instituciones sociales. Estas ideas de los sofistas, cuenta, penetraron en la realidad política y conquistaron el estado e influyeron notablemente, tanto en el pensamiento de Pericles como en el de Tucídides, hasta el punto, concluye, que “la concepción del Estado de Pericles, tal como la expone Tucídides en su oración fúnebre, culmina igualmente en la declaración de que el Estado es el educador supremo y halla ejemplarmente cumplida esta misión cultural del Estado en la comunidad ateniense[13].

  Siendo esto así, estaríamos entonces en esa constante que parece no culminar y que, con algunas etapas discordantes, se viene sucediendo en la polis ateniense para educar al pueblo en una cultura de convivencia pacífica entre sus clases que posibilitara un régimen de gobierno en el que el poder residiera, no en unos pocos, sino en los muchos. Bien es cierto que, con Pericles, se está rozando esa plena convivencia donde parece que es el pueblo quien toma las decisiones de gobierno, pero como advierte Mossé, si se pasa del plano de los principios al plano de los hechos se pueden constatar ciertas diferencias[14].

  Para forjarse una idea del desarrollo y funcionamiento de la Asamblea habrá que tener en cuenta que, a participar en ella, estaban convocados más de cuarenta mil atenienses y, aunque nunca se reunieron más de seis mil, consensuar opiniones en su seno no debió de ser tarea fácil. Por debajo de la Asamblea estaba la Boulé o Consejo de los Quinientos, que era el órgano de gobierno de Atenas y estaba compuesto por cincuenta ciudadanos de cada una de las tribus que se elegían anualmente por sorteo. Se complementaba con el Senado o Comisión Permanente del Consejo que lo componían cincuenta bouletes de cada tribu durante una décima parte del año. Los asuntos a tratar en la Asamblea pasaban por el filtro de este órgano y era su presidente, elegido por sorteo cada día, quien se encargaba de convocar y dirigir las sesiones del Consejo y de la Asamblea.

 

Pericles. El punto álgido de una democracia inconclusa

  El brillante discurso de la Oración Fúnebre, tan elogiado por todos a lo largo de la historia, no deja de provocar nuestra curiosidad sobre la realidad que pueden esconder las emotivas palabras que Tucídides pone en boca de Pericles.

  En una primera lectura no parecen surgir dudas parar atribuir al relato un carácter de veracidad sobre la realidad práctica del régimen político que rige en esos momentos el destino político de la Ciudad Estado de Atenas.

  Que se trata de un régimen original que no se da en otros pueblos, es algo evidente, como ya hemos tenido ocasión de referirnos, pues no nos consta que, en la misma época, pudieran haber existido en otras culturas regímenes políticos que otorgaran al pueblo poderes similares a los que gozaba el ciudadano ateniense para elegir a sus dirigentes y decidir sobre los asuntos públicos.

  Sobre el nombre de democracia con el que Pericles califica el régimen político que se daba en la polis ateniense de su tiempo, no debiera suscitarnos muchas dudas si nos atenemos estrictamente al origen etimológico de la voz helena democracia[15]. Es posible constatar que, en la Atenas de Pericles, el gobierno o poder político no dependía de unos pocos ciudadanos sino de la mayoría del pueblo, esto es, del “demos”. Era la Asamblea de ciudadanos la que determinaba la política a seguir en los temas importantes. El mismo Pericles estaba de algún modo bajo el control del pueblo a quien tenía que dar cuenta de su actuación y someter anualmente la continuidad en el cargo a la elección popular. De hecho, en una ocasión llegó a estar depuesto, aunque fue finalmente reelegido de nuevo.

  Que ningún ciudadano pudiera verse excluido de participar en las instituciones públicas en razón de su pobreza, es un hecho que también se puede constatar si tenemos en cuenta que fue Pericles quien, al crear la mistoforía, constituyó un fondo monetario para compensar a quienes la cuestión económica pudiera ser un impedimento para el ejercicio de la función pública o la participación en las instituciones de gobierno.

  Sobre que, en la elección de cargos, no se anteponían las razones de clase al mérito personal, es algo que en la práctica nos suscita bastantes dudas pues, al menos, tanto las magistraturas de estrategos como las de los tesoreros estaban reservadas a los más ricos[16].

  Por lo que dice respecto a la igualdad que en los asuntos privados alcanza a todos conforme a las leyes es algo que parece evidente pues, ante los jueces del tribunal popular, aparentemente, los ricos y los pobres disfrutaban de los mismos derechos.

  Surge entonces la cuestión de si, éstos que detalla Pericles, serían elementos suficientes para caracterizar la democracia y establecer en base a ellos un prototipo de la misma que pudiera servir de modelo para su posible definición.

  Al margen de los ideales cívicos y políticos que, en su discurso, arroga a la polis ateniense, el único elemento suficientemente contrastado en la práctica real del régimen político vigente en la Ciudad Estado de Atenas en la era de Pericles, entendemos que sólo podría ser el que refiere que el gobierno no depende de unos pocos, sino de la mayoría.

  Pero un gobierno de la mayoría, por sí sólo, con todas las connotaciones que podamos añadirle en cuanto a las facilidades y compensaciones económicas a las clases menos favorecidas para el acceso y participación en las instituciones públicas, en nuestra opinión, no tiene entidad suficiente para poder justificar que se cumplen en el régimen político de la Atenas de Pericles los principios que, en el preámbulo de su discurso, dice han conducido a la actual situación de poder en la polis ateniense[17].

  Por tanto, aquellos fines y objetivos que, desde mucho tiempo atrás, se pretendían conseguir con la instauración de un régimen político que, por estar el gobierno en manos de la mayoría se dio en llamar democracia, vienen a estar todavía en una fase relativamente incipiente en cuanto a su instauración y desarrollo en la polis ateniense, por lo que, a nuestro juicio, no se pueden dar por conseguidos en su entera plenitud, a pesar de haber alcanzado su punto más álgido con Pericles, del que no dudamos pudiera tenerlos como un ideal para sí mismo y para implantarlos en la Ciudad Estado de Atenas.

 

Una retrospectiva sobre los principios que impulsaron el régimen democrático en Atenas

  Recordemos como todo empezó tras el debacle micénico, cuando la gente que sobrevivió comenzó a aglutinarse alrededor de nuevas urbes cimentadas en las ruinas de sus antiguos núcleos palaciegos, configurando así lo que serían desde entonces las polis o ciudades estado. Esto daría lugar a una novedosa forma de convivencia en la que serían los propios ciudadanos quienes, dotándose de originales instrumentos de gobierno, comenzarían a regir su propio destino en los asuntos públicos. Surge así entre los convecinos de cada una de ellas un sentimiento de ligazón que se percibe como un vínculo común en defensa de unos mismos intereses y en busca de un necesario equilibrio social, dirimiendo sus diferencias a través del diálogo y no de la fuerza.

  Una tarea esta donde la educación debería jugar un papel importante en la instrucción de los ciudadanos y que tendría como inicial referencia los poemas de Homero y Hesíodo. Del primero destacábamos los fundamentos que inspiraban los incipientes principios de la diké y la areté, como basamento en el que se cimentarían los pilares de la democracia. El segundo proyectaba, a través de un buen gobierno, sin definir su estructura, el traslado al mundo real de la justicia del mundo divino, siendo, como ya referíamos, quien pretendía poner en correspondencia la educación de los nobles con la educación popular.

  Aunque el posterior devenir de estas primigenias ciudades estado transcurrirá de manera autónoma en cada una de ellas, centrábamos nuestra atención en la de Atenas donde, si bien se constatan progresivos avances en el tránsito a regímenes de corte cada vez más popular en sus gobiernos, a tenor de los hechos y circunstancias que motivaron el advenimiento de las leyes de Solón, no parece haber sucedido igual con la implantación de los principios que originalmente inspiraban esos cambios en la estructura y funcionamiento de las instituciones públicas.

  Recordemos como describía Aristóteles la crítica situación de entonces en Atenas (nota 119): “Y por ser la mayoría esclava y sierva de una minoría, el pueblo se levantó contra los nobles. Y al ser violenta la lucha y durar mucho tiempo la oposición entre unas clases y otras, de común acuerdo eligieron como árbitro y arconte a Solón, al que confiaron la revisión o estructuración de la constitución”. Es evidente, decíamos, que aunque algunos aspectos de esos principios parecían haber calado en la conciencia de los atenienses al recurrir al acuerdo para resolver tan grave conflicto, el origen de los hechos que lo provocaron parece demostrar que, quizás, el procedimiento para alcanzar los objetivos que inspiraban tales principios en busca de una mejor convivencia, no estaría tanto en tratar de hacerlo forzando desde ciertos ámbitos la incorporación del pueblo a los órganos de gobierno en las instituciones públicas, como el pretender que esa incorporación se hiciera por convencimiento propio de toda la ciudadanía, pensando que, procurando el equilibrio en la polis, se procuraba el bien común para todos; si la polis iba bien, todos irían bien.

  La solución a los problemas de convivencia no debía de venir tanto por la imposición de un régimen político basado en un gobierno de la ciudadanía, pensando que cualquier decisión que tomara debiera ser buena para todos por el mero hecho de decidirlo la mayoría, como de que la ciudadanía tomara conciencia que no bastaba con estar en las instituciones y decidir sobre los asuntos públicos sino que, además, era necesario el querer estar en ellas y el hacer un ejercicio previo de discernimiento sobre los temas a debatir en busca de la mejor solución para todos.

  Los regímenes políticos pueden cambiarse y modificarse por imposición de leyes que delimiten sus procedimientos y órganos de gobierno, y variar a una democracia cuando sea la mayor parte del pueblo quien ocupe sus instituciones y decida sobre los asuntos públicos. Pero lo que difícilmente podrá conseguir la imposición de una ley, aun estando respaldada por el voto de la mayoría, será el inculcar a la gente la adopción de unos principios que les conciencien de que, el bien de la polis, será siempre el bien de ellos mismos, si son capaces de sobreponer el interés colectivo al interés de cada uno.

  Inculcar esos principios en un pueblo sólo es posible hacerlo estimulando el espíritu de la gente a través de la educación y formación cívica, cosa que, sin entrar a analizar y juzgar los medios de los que pudieron haberse valido para ello, parece no haberse conseguido.    

  El consenso se obtuvo, no para convenir entre todos la solución al conflicto, sino para someterse al arbitrio de alguien que decidera por ellos, pues ninguna de las partes estaba dispuesta a ceder lo más mínimo en sus pretensiones. Eligieron a Solón y, aun cuando habían decidido aceptar lo que este dispusiera, de inmediato, cuestionaron sus decisiones demandando mejoras para sí mismos.

  Lo cierto es, según cuenta Aristóteles (nota 130), que las leyes de Solón estaban escritas sin sencillez ni claridad y, aunque discrepa de quienes critican la oscuridad de las mismas, su intención al hacerlo así pudiera estar en que, los propios ciudadanos, al estar integrados en los tribunales, fueran quienes las interpretaran.

  No debió de ser esta una medida al agrado de todos, pues a menudo se le buscaba para que aclarase sus términos. Es más que probable, pues, que, para que se percataran que eran ellos mismos quienes debían aprender a resolver sus conflictos mediante el diálogo y el consenso, tuvo que ausentarse de Atenas.

  Las leyes promulgadas por Solón no se mantendrían por espacio de los cien años deseados, pero, aunque con algunas modificaciones, su esencia iría calando en la cultura política de la polis ateniense, fomentando en la misma la idea de un equilibrio social basado en la justicia y la igualdad ante la ley. Puede que su Constitución no estuviera revestida de unos tintes democráticos, pero habrá que considerar que, con sus preceptos, se abre un camino hacia la democracia al requerir que la gente tuviera que implicarse en los asuntos públicos.

  Años más tarde, las reformas de Clístenes darían un paso más en la regeneración cívica de Atenas, relegando a un segundo plano la ascendencia familiar y haciendo preponderar en la composición de las tribus el elemento geográfico e interregional para restar influencia política a la clase aristocrática, eliminando así antiguos privilegios de ésta en su acceso a las instituciones públicas en favor de criterios más populares.

  Pero como ya reseñábamos, las leyes pueden facilitar la imposición de un régimen democrático y doblegar puntualmente la conducta de la gente, pero no son efectivas para concienciar a la ciudadanía de que lo que se persigue con ello implica un cambio en su manera de entender la vida pública. Al ser ellos mismo los titulares del poder, es necesario doblegar conciencias y, eso, difícilmente se consigue sólo con la promulgación de una ley, eso habría que haberlo intentado enseñando y educando a la gente, fomentando en su espíritu cívico un sentimiento personal de pertenencia a un mismo ente común, la polis, haciéndoles comprender que, lo mejor para ésta, siempre va a ser lo mejor para sus ciudadanos.

  Las reformas de Clístenes tenían como finalidad abrir a la ciudadanía el acceso a las instituciones políticas de Atenas en condiciones de igualdad para atender así mejor sus problemas. Pero su efectividad no iba a ser posible si no se concienciaba a la gente de la necesidad de su concurrencia, integrándola en un proyecto común en torno a la polis y haciéndoles ver que el bien de ésta conducía a su propio bien.

  La promulgación de las normas reformistas abría el camino a la participación ciudadana, pero para que esta se produjera de forma masiva y efectiva era necesario fomentar en el pueblo unos principios objetivos que la motivaran. Tarea que necesitaba la intervención de otros medios sociales y culturales que, coincidiendo en sus fines, actuaran sobre el espíritu de la gente. En este caso, como ya comentábamos, las tragedias de Esquilo contribuirían a esa tarea pues constituyen una aportación a la educación cívica y democrática.

  Según comenta Rodríguez Adrados, el tema político en Esquilo era obsesivo. Dice este autor que, desde la mejor tribuna que era la escena, trataba de ilustrar al público con sus tragedias, que era todo el pueblo de Atenas, y que versaban sobre qué es lo acertado y lo desacertado, lo útil para la ciudad y el individuo en este terreno[18].

 

La democracia de Pericles o el gobierno del primer ciudadano

  Si todos aquellos principios que, desde los albores de las ciudades estado, procuraban infundir en el ánimo de sus ciudadanos la configuración de un régimen político en el que fueran ellos mismos quienes ejercieran las labores de gobierno a través de sus instituciones políticas, hubieran llegado a calar en el espíritu del pueblo con la fuerza suficiente para hacer realidad los objetivos que inspiraban, es probable que Tucídides no se hubiera pronunciado con las palabras que dan título a este apartado. En nuestra opinión, y en consonancia con ello, la figura de Pericles no hubiera podido alcanzar la relevancia histórica que tuvo al no haberse podido imponerse en los debates asamblearios de forma tan expedita como lo hizo.

  Una de las causas que ayudaron de manera singular al afianzamiento de las ciudades estado como entes de confluencia política, fue el sentimiento de pertenencia a las mismas que impulsaba a sus ciudadanos a comprometerse y participar en los asuntos públicos que les concernían. Pero cuanto más avanzaban en su desarrollo, más se agrandaban las diferencias económicas y sociales, provocando un cierto desarraigo en la gente y un mayor apego al incremento de los intereses particulares en detrimento del interés colectivo.

  Es por eso que, desde los anales de la polis ateniense, cualquier reforma encaminada a la incorporación de su ciudadanía a las instituciones políticas e implicarla en la toma de decisiones públicas, buscara como elemento motivador el inculcar a la gente como principio fundamental ese sentimiento común de pertenencia a la polis, haciéndoles ver que el bien de Atenas sería siempre el bien de los atenienses. Cuestión evidente y lógica si lo que se quiere conseguir es un régimen político en el que sea el propio pueblo quien se gobierne a sí mismo, transformando al ciudadano, de súbdito de otras órdenes defendiendo sus asuntos frente a un poder señorial, a señores de sí mismos, defendiendo como algo propio y ventajoso para sí el interés de la polis.

  Que fuera este uno de los principios que comentábamos no haber alcanzado su consolidación y objetivos o, que de haberse aproximado en algún momento a su culmen, no debían estar lo suficientemente arraigado sino más bien olvidado, lo podemos constatar por la argumentación de Pericles en el discurso que pronuncia después de la segunda invasión de los peloponesios, tratando de alentar al pueblo de Atenas, asolado por la guerra y la enfermedad, buscando justificar sus decisiones ante las recriminaciones que le hacían.

  Dice Pericles que esperaba esas manifestaciones de enfado y por eso convocaba la asamblea, para refrescarles la memoria y recriminarles su enojo y su abatimiento ante las desgracias. Y argumenta para justificarse y levantarles el ánimo: “Tengo para mí, en efecto, que una ciudad que progrese colectivamente resulta más útil a los particulares que otra que tenga prosperidad en cada uno de sus ciudadanos, pero que se esté arruinando como Estado. Porque un hombre cuyos asuntos particulares van bien, si su patria es destruida, él igualmente se va a la ruina con ella, mientras que aquel que es desafortunado en una ciudad afortunada se salva mucho más fácilmente. Siendo así, pues, que una ciudad puede soportar las desgracias privadas, mientras que los ciudadanos particularmente son incapaces de soportar las de aquélla, ¿cómo no va a ser misión de todos defenderla y no hacer lo que vosotros ahora?”[19].

   A pesar de los firmes y continuos intentos por educar en principios a la ciudadanía de Atenas, no sólo debió de ser esta una de las cardinales cuestiones que parecen no estar lo suficientemente enraizadas en el espíritu de los atenienses. Algo más debió de fallar en la instrucción cívica del pueblo y en el intento de incorporar a lo público el razonamiento y la voz de la mayoría popular, cuando en los debates asamblearios continuaban sobresaliendo las minorías de siempre, las de quienes podían dedicar tiempo y recursos a su adiestramiento en el conocimiento de las artes, la ciencia, la oratoria y la política.    

  Pues, aunque no toda la ciudadanía, sino una importante parte de ella, hubiera logrado alcanzar la madurez cívica necesaria para el debate público que, a través de una educación generalizada pretendían inculcar los principios que referimos, difícilmente hubiera podido imponer nadie, sin apenas oposición, su opinión en la Asamblea de ciudadanos, incluso si, quien lo pretendiera, hubiera tenido la suerte y fortuna de poder formarse con los mejores maestros en el arte de la estrategia política y la oratoria para el debate público, como pudo hacerlo Pericles.

   No se puede negar la valía y el tesón de un personaje como Pericles, pero habrá que convenir que la facilidad con que parece imponerse, sin encontrar apenas obstáculos en la Asamblea, por brillantes y elocuentes que pudieran ser sus discursos, pone de manifiesto, a nuestro juicio, la inmadurez cívica y cultural que predominaba entre sus miembros y, en consecuencia, su actitud más bien sumisa a las resoluciones que voces más seductivas les proponían.

  Si a todo esto añadimos que, por su condición de funcionario privilegiado, bien podría contar con mejor y más amplia información que los demás, y que difícilmente encontraba obstáculos para sustraerla al interés del conocimiento público para luego divulgarla en beneficio propio y al mejor momento para sus intereses, estaremos en disposición de poder discernir con menor incertidumbre si, como cuestiona Tucídides, el régimen político de la Atenas de Pericles, habremos de considerarlo como una democracia o como el gobierno del primer ciudadano.

  Fijemos nuestra atención en el primero de los tres discursos de Pericles que cita Tucídides. Cuenta de las distintas embajadas de los lacedemonios a Atenas, en las que, entre otras cosas, pedían la derogación del “Decreto de Mégara”, y refiere la llegada de embajadores de Esparta portadores de un ultimátum en el que, sin volver sobre cuestiones anteriores, se limitaban a decir que los lacedemonios querían la paz y que esta sería posible si dejaban que los griegos fueran autónomos.

  Los atenienses convocaron una asamblea y entablaron un debate para deliberar entre ellos en busca de una respuesta. Muchos tomaron la palabra para pronunciarse en uno u otro sentido. Para unos, dice, “era necesario hacer la guerra, mientras que para otros el decreto no debía ser un obstáculo para la paz, sino que había que derogarlo; también tomó la palabra Pericles, hijo de Jantipo, el hombre que en aquel tiempo era el primero de los atenienses, el de mayor capacidad para la palabra y para la acción, y les aconsejó de la forma siguiente[20].

  No son simples consejos lo que viene a dar Pericles a los atenienses en su discurso. Con una simple lectura del alegato puesto en su boca por Tucídides, nos daremos cuenta que lo que está haciendo con su intervención no es otra cosa que poner en conocimiento de la Asamblea toda la información que disponía en función del cargo que ocupaba, exponiendo las distintas estrategias a seguir y los posibles resultados a los que podrían conducir cada una de ellas. Cuenta con todo lujo de detalle los pros y las contras que acarrearían las posibles decisiones que se pudieran tomar, pues maneja datos que no es posible estuvieran al alcance de la ciudadanía.

  Por la sucesión de los hechos, según cuenta Tucídides, al conocerse el ultimátum de los embajadores, fue convocada la Asamblea y parece que, sin más preámbulos, se inicia un debate sobre el tema que, a todas luces resulta estéril y no se llega a ningún acuerdo. Cabe pensar la posible frustración de la Asamblea al verse impotente para adoptar soluciones sobre cuestiones tan graves como las que se les plantea. Ante el más que seguro abatimiento de la gente, toma entonces la palabra Pericles y hace lo que parece más lógico debió de hacer antes de haberse iniciado ese otro primer debate: con los datos y la información que como estratego disponía Pericles, informar sobre el origen del problema, hacer un análisis razonado de la situación y proponer un plan a seguir que, por las precisiones del mismo, no debió de improvisar en aquel momento, sino que debía de estar muy preparado y meditado, dado la proliferación de datos y posibles estrategias que les expone en su discurso.

  De esta manera, quizás podamos descubrir un posible trasfondo en las palabras con las que concluye Tucídides el relato de estos hechos, que pudieran desvelar una doble intención en la intervención de Pericles ante la Asamblea, justamente cuando ésta se veía impotente para consensuar una resolución: “Así habló Pericles. Los atenienses, considerando que les aconsejaba lo mejor, votaron como les proponía y respondieron a los lacedemonios según su criterio, exponiendo cada uno de los puntos conforme a sus instrucciones[21].

  Qué duda cabe que, en este episodio, la figura de Pericles debió quedar ampliamente reforzada ante la opinión pública pues, al reconducir el debate con su intervención, consiguió que el pueblo secundara unánimemente sus propuestas y lo encumbrara como estratego brillante.

  Pero nos surgen dudas si el momento de la intervención de Pericles fue casual o premeditado. Pensemos que las cosas podrían haber sido distintas si, como parece aconsejar la lógica, el minucioso detalle del asunto a debatir que facilitó en su discurso, lo hubiera expuesto antes de dar la palabra al pueblo. Pericles no ocultó a la Asamblea la información que sobre el tema disponía ni la estrategia que aconsejaba seguir pero, con la demora de su intervención, sí parece evidenciar algo como lo que destaca Platón en el triple coloquio del Gorgias[22], que entre sus planes no figurara elevar a un nivel superior la instrucción y el conocimiento de la ciudadanía en los asuntos públicos, dando pie a considerar con ello que, la actitud educadora que parece mostrar en sus discursos, fuera tan sólo aparente.

  Pudiera ser que, con actitudes como esta, lo que estuviera persiguiendo Pericles fuera el afianzar ante el pueblo su popularidad y prestigio y utilizara esta táctica como elemento disuasorio ante posibles sospechas.

  No dudamos que la intención de Pericles fuera siempre la de proponer las mejores resoluciones para Atenas pero, también es posible pensar, al menos en esta ocasión que, al demorar su intervención en la Asamblea, estaba sustrayendo una información vital para la toma de decisiones a un mejor momento para su particular provecho e interés, por lo que cabe preguntarse si, la leyenda y la aureola que rodean la figura de Pericles no habría que declinarla en favor de la polis ateniense, si éste hubiera antepuesto la instrucción y educación de la ciudadanía de Atenas a sus manifiestas ambiciones e intereses personales.

 

LOS SOFISTAS Y LA REPERCUSIÓN DE SUS ENSEÑANZAS

 

Atenas tras el “siglo de Pericles”

  La muerte de Pericles y la guerra del Peloponeso, dice Conford, “señalan el momento en el que hombres de pensamiento y hombres de acción comenzaron a tomar senderos diferentes, que estaban destinados a divergir cada vez con mayor amplitud hasta que el sabio estoico dejo de ser ciudadano de su propio país y se convirtió en ciudadano del mundo. Pericles había sido el último estadista-filosofo[23].

  Atenas caería entonces en manos de los demagogos y con ello se iría conformando su declive. Ninguno de quienes después ocuparon algún puesto relevante en sus instituciones llegarían a alcanzar el prestigio de Pericles ni a gozar como él del favor de la ciudadanía. Cuenta Tucídides que eran más iguales entre ellos y aspiraban cada uno a ser el primero. Cambiaron de política y subordinaron los asuntos públicos a los antojos del pueblo. De esta política, concluye, “derivaron muchos errores, como era de esperar en una ciudad grande y dueña de un imperio[24].

  El término demagogo que aquí empleamos lo tomamos de Finley, quien se ilustra en Tucídides, del que dice apenas utiliza esta voz en los pasajes que para ello maneja. Se trata, dice, de un vocablo infrecuente, tanto para el autor de la “Historia de la Guerra del Peloponeso” como, en general, para las fuentes griegas.

  Dice Finley que tal cosa puede parecer sorprendente pues, a pesar de la rareza del vocablo, el tema del demagogo y su asistente el sicofante es de lo más conocido en la común representación de Atenas. El demagogo, aclara, “es un ser funesto: en él, conducir al pueblo, es engañarlo. Engañarlo, sobre todo, por dirigirlo mal. Al demagogo le guían el interés egoísta, el deseo de acrecentar su poder personal, y mediante ese poder conseguir más riqueza. Para llegar a este fin, desprecia todos los principios, toda forma auténtica del arte de gobernar, y adula al pueblo en todas las maneras"[25].

  Abundando en ello, sigue comentando Finley que, en general, y a excepción de los títulos formales para cargos e instituciones públicas, el vocabulario político de los griegos era bastante vago e impreciso. Ya el vocablo demos, por sí mismo, cita, era de significado ambiguo. Sin embargo, entre sus acepciones, comenta, figuraba una que predominaría en el uso literario, el pueblo llano o las clases inferiores, y ese era el sentido que proporcionaba sus resonancias al vocablo demagogo, asociándolo a aquellos dirigentes políticos que ocupaban sus cargos gracias al apoyo de la plebe. Todos los autores, concluye, “aceptan como un axioma la necesidad de la dirección política; su problema estribaba en distinguir entre los tipos acertados y los tipos errados que ésta podía revestir. Con respecto al caso de Atenas y a su democracia, el término demagogo se convirtió comprensiblemente en la más sencilla forma de designar el tipo errado, y nada importa que el vocablo, en un texto dado, haga o no su aparición[26].

 

La irrupción de los sofistas

  La entrada de la masa popular en la actividad política de Atenas, rasgo distintivo de su democracia, traería en consecuencia, como hemos venido observando, una de las necesidades cardinales en la vida de la polis, la educación de la ciudadanía para una activa y eficaz participación en sus instituciones públicas, tarea esta que, hasta entonces, venían monopolizando los miembros de la clase aristocrática, aludiendo para ello la distinción de una areté heredada de su condición familiar y fomentada con medios fuera del alcance popular.

  Las incipientes clases sociales que pugnan por encontrar su acomodo en las instituciones públicas, así como la masa ciudadana, conscientes de la importancia de su intervención en las decisiones políticas, constatan su desventaja frente a la clase aristocrática por su falta de formación para los menesteres que les requiere el régimen democrático. La experiencia que sus integrantes podían alcanzar siguiendo el oficio o el negocio familiar se encontraba en clara desventaja para intervenir en los asuntos públicos frente a la areté de la que presumían las familias aristocráticas, por lo que se evidenciaba la necesidad de una nueva educación que propagara a sectores más amplios de la ciudadanía los ideales del hombre de la polis.

  Aunque actualmente haya quien considere algo desfasadas sus ideas sobre este tema, el nuevo estado, dice Jaeger al respecto, no tuvo más remedio que adoptar e imitar la tradición aristocrática: “Siguiendo las huellas de la antigua nobleza, que mantenía rígidamente el principio aristocrático de la raza, trató de realizar la nueva areté considerando a todos los ciudadanos libres del estado ateniense como descendientes de la estirpe ática y haciéndoles miembros conscientes de la sociedad estatal obligados a ponerse al servicio del bien de la comunidad. Era una simple extensión del concepto de la comunidad de sangre. Sólo que la pertenencia a una estirpe sustituiría al antiguo concepto aristocrático del estado familiar[27]

  Nace así el concepto de una nueva educación. Su finalidad, comenta Jaeger, “era la superación de los privilegios de la antigua educación para la cual la areté sólo era accesible a los que poseían sangre divina. Cosa no difícil de alcanzar para el pensamiento racional que iba prevaleciendo[28]. La areté política dejaba entonces de estar vinculada a la sangre noble por el incontenible acceso de la ciudadanía a las instituciones que requería de nuevas maneras para su consideración en la vida pública.

  Si ya la educación había sido de siempre un tema preocupante en Atenas, con la instauración de un régimen democrático en su política, la necesidad apremiaba. Era necesario abordar sin demora el problema de la formación cívica de su gente y el adiestramiento de dirigentes capaces de llevar a la práctica las políticas necesarias para su efectivo funcionamiento. Surge así el movimiento educador de la sofística que, según Jaeger, extiende la formación a círculos cada vez más amplios, publicitando la exigencia de una areté fundamentada ahora en el saber. En su opinión, concluye, “desde un principio el fin del movimiento educador que orientaron los sofistas no fue ya la educación del pueblo, sino la educación de los caudillos. En el fondo no era otra cosa que una nueva forma de la educación de los nobles. Verdad es que en parte alguna como en Atenas tuvieron todos, aun los simples ciudadanos, tantas posibilidades de adquirir los fundamentos de una cultura elemental, a pesar de que el estado no tenía la escuela en sus manos. Pero los sofistas se dirigían ante todo a una selección y a ella sola. A ellos iban los que querían formarse para la política y convertirse un día en directores del estado” [29].

  Estos intelectuales procedían de muy distintas partes del mundo griego y encontraron en la Atenas ilustrada de Pericles, dice García Gual, un espacio apropiado para divulgar sus enseñanzas. “La demanda de una educación superior, que los sofistas venían a satisfacer, encaja en ese ambiente de la ciudad próspera donde la maestría en el dominio de la palabra y la persuasión es un instrumento definitivo para el triunfo, mucho más que la familia noble o las riqueza[30].

  No se sabe mucho de los sofistas y lo que sabemos lo conocemos por referencias de terceros y, en general, con críticas no siempre favorables. No obstante, habremos de coincidir en que tuvieron un papel preponderante en la Atenas de la segunda mitad del siglo V a. C. y que sus enseñanzas repercutieron en gran manera incidiendo en la cultura y la política de su época.

  Los sofistas, cuenta Jacqueline de Romilly, eran profesionales de la inteligencia y sabían cómo enseñar a servirse de ella. No eran sabios ni filósofos, eran maestros de la palabra. “Conocían los procedimientos y podían transmitirlos. Eran maestros del pensamiento, maestros de la palabra. El saber era su especialidad” [31]. Enseñaban, a quien pudiera pagarla, una educación intelectual que les facilitaba el poder distinguirse en la vida pública y les instruían para hablar en público y defender sus ideas en la asamblea del pueblo. Ser hábiles en el análisis de los asuntos a debatir y diestros en sus argumentaciones ayudaba en el posicionamiento frente a los demás y favorecía el acercarlos a sus posiciones.

  Hay que tener en cuenta que Atenas era el prototipo de una democracia directa donde, si sabían expresarse, cualquiera podía ganar influencia y hacer carrera en la política. “Quien quiera que tuviese la posibilidad de ser escuchado debía cultivar sus talentos a toda costa: de este modo podría intervenir en la asamblea o defender una causa ante el tribunal. Saber debatir o juzgar era esencial para el ciudadano de una urbe semejante. Y aún lo era más para los jóvenes dotados, capaces de tomar parte en las luchas políticas[32].

  La cuestión estriba en que, siendo los sofistas grandes maestros, se les ha tachado de no ser siempre buenos maestros, recibiendo duras críticas ya en la Atenas de su tiempo, acusándoles de “haber deteriorado la moral, de haber rechazado todas las verdades, de haber sembrado la mala fe, de haber soliviantado las ambiciones, de haber perdido Atenas[33]. Platón jugó un papel importante en estos movimientos de protesta, pero no sería el único. Así resultó que al distinguido título de sofistas que recibieron por considerarlos especialistas en la sabiduría, se les asociaría luego un sinónimo despectivo al tenerlos por hombres retorcidos.

  Sobre este aspecto, nos recuerda Romilly que hay que evitar confundir a los grandes sofistas con sus discípulos, estos eran, dice, demasiado complacientes y, en general, “fueron estos últimos los verdaderos, y quizás los únicos, amoralistas[34].

  De los primeros maestros, los dos más grandes y conocidos fueron Protágoras y Gorgias. Platón define a este último como un maestro de la retórica y al otro como alguien que enseña política. Ambos abrieron nuevos caminos en el arte de la comunicación y en la práctica e instrucción de la formación cívica y social. Protágoras a través de la seducción del discurso y en el uso de recursos elocuentes en sus razonamientos, Gorgias introduciendo una sistemática en la práctica de la discusión y estableciendo procedimientos dialécticos para una mejor argumentación.

   Los sofistas fueron los profesores del siglo de Pericles. De la relación que Protágoras tuvo con éste, cabe deducir la oportunidad y elocuencia de sus intervenciones públicas para conseguir atraer a las masas hacia sus argumentaciones, así como la objetiva preponderancia de las virtudes que exhibía en favor de su reconocimiento público. Pericles, persona culta, solía rodearse de personas brillantes y adoptar la figura de mecenas protegiéndolas y facilitándoles su trabajo, y supo muy bien aprovechar sus enseñanzas para llevarlas a la práctica en todo aquello que tuvo que ver con su vida pública, tanto para el bien de la Atenas de su tiempo como para afianzar el prestigio de su persona.

  Pero como ya refería Cornford (nota 181), Pericles sería el último estadista-filósofo. Con él no sólo empezó, sino que, nos atrevemos a decir, también terminó el arte de la oratoria que, aun salpicado a veces de matices personalistas, buscaba entre sus fines la prosperidad de la polis. Este arte, manifiesta Romilly, “es por esencia engañoso, y cada uno mide sus perjuicios. La democracia ateniense fue muy pronto víctima de los picos de oro, y los autores se lamentan[35].

  Comenta esta autora que ni Platón, Aristóteles, Isócrates o Jenofonte hablan mal de los primeros grandes maestros, pero todos los llaman sofistas en general o sofistas contemporáneos suyos. Menciona un escrito (Sobre la caza) en el que se realiza un ataque violento y aparentemente excesivo contra los sofistas, citando textualmente lo que de ellos escribe Jenofonte: “Me asombra que los hombres llamados sofistas mantengan que conducen en general a los jóvenes a la virtud, cuando los conducen a lo contrario (…) Son hábiles en la palabra, pero no en ideas (…) Pretenden engañar con sus palabras y sus escritos, con miras a su provecho personal”. Pero aclara que en el mismo escrito precisa Jenofonte en dos ocasiones que se refiere a “los sofistas actuales”. Finalmente, concluye Romilly que hay que creer, pues, que “los sofistas del siglo IV ya no son lo que eran[36].  

 

DE LA PRAXIS DE LA DEMOCRACIA A LAS TEORÍAS POLÍTICAS. PLATÓN Y ARISTÓTELES

 

Sobre la génesis del pensamiento político

  Una de las cuestiones que desde el principio nos planteábamos era la de averiguar si en el devenir de la democracia en la Grecia antigua, fueron los hechos los que precedieron a unas posibles teorías sobre su funcionamiento o, por el contrario, pudieron ser estas las que antecedieron a su práctica.

  Hechos y teorías discurrieron en paralelo y es posible constatar una estrecha relación entre los unos y las otras, aunque, como dice Fernández Galiano, “indudablemente los hechos precedieron a las teorías, porque el abuso de la fuerza es tan antiguo como el hombre mismo[37].

  Aunque alguno de quienes expusieron sus ideas y doctrinas ha podido recibir el calificativo de teórico y, en su caso, de la democracia, en nuestra opinión, sus aportaciones no habría que considerarlas como unas teorías al uso, que plantearan algún tipo de hipótesis sobre la evolución que experimentaban los regímenes políticos de las ciudades estado y sus posibles consecuencias. Tampoco, entendemos, vendrían a mostrar un conocimiento especulativo con incidencia y repercusión directa en la práctica de las cuestiones políticas. Por los escritos y referencias que de las mismas nos han llegado, habría que evaluarlas, mejor, como las reflexiones de prestigiosos poetas y escritores, manifestadas en forma de poemas, tragedias y representaciones teatrales que, de alguna manera, venían a hacerse eco de las innovaciones políticas y de las constantes reformas de sus instituciones públicas, mostrando su particular visión de cuanto acontecía y tratando de mostrar a la gente su particular punto de vista sobre los hechos que se sucedían, unas veces situándose al lado de quienes las propiciaban y otras, con críticas o censuras hacia los reformadores y sus ideas, aunque, casi siempre, procurando despertar el interés de la ciudadanía hacia la cosa pública y tratando de buscar la implicación de todos en busca del bien de la polis, es decir, el bien de todos.

  Así que, por tanto, tampoco sería posible afirmar que pudiera haberse planteado una teoría sobre la democracia en la antigua Grecia, como ya lo intuíamos y avanzábamos al concluir con Finley (nota 167) que, ni los mismos helenos no llegaron a desarrollar una teoría sobre la democracia y que tan sólo se pronunciarían sobre algunas generalidades sin que se llegara a ninguna teoría sistemática.

 

El advenimiento de la Teoría Política.  

     Dice Rodríguez Adrados que casi todas las exposiciones de la teoría política griega se inician con referencias a Platón, dejando a un lado o tratando muy por encima a los teóricos anteriores. Asumen así, prosigue, la posición del propio Platón de que lo que le ha precedido no es más que una tradición meramente prerracional, o bien la pseudo-ciencia de los sofistas. Quienes así piensan, concluye Adrados, “se atienen, además, al estado fragmentario en que ha llegado a nosotros la teoría política de Demócrito y de los primeros sofistas, hecho que además depende de que en la Antigüedad predominaron las filosofías esencialistas de raíz socrática, pero que no es argumento alguno para negar importancia y seriedad a las posiciones de los primeros[38].

  Con todo, hay que tener presente, como nos recuerda C. Mossé, que fueron los griegos quienes inventaron la política y que todos los términos de la ciencia política actual tienen un origen griego. Fueron los griegos también los primeros en plantearse y reflexionar sobre los problemas que suscitaban los asuntos públicos, el gobierno de sus ciudades estado, así como el funcionamiento de sus instituciones públicas. Y todo ello, concluye C. Mossé, “porque los griegos han sido los primeros, entre todos los grupos humanos, en crear un tipo de Estado que exigía de todos los que formaban parte de él una participación real en la vida política, en la vida de la ciudad, en la polis[39].

  Las primeras reflexiones del pensamiento griego tenían como motivación la contemplación de la naturaleza y estaban dirigidas al estudio de sus leyes y a descifrar las causas de los fenómenos naturales, así como a profundizar en la estructura y composición del mundo físico. El Estado quedaba incluido en el mundo natural y, por tanto, sometido a sus mismas leyes y alejado de cualquier transformación que pudiera ser causada por la mano del hombre. Lo fatal e inevitable rige en el devenir de la relación del pueblo con el poder establecido. La inacción ante lo público es la tónica habitual de la gente de aquel tiempo, pues asimila unas supuestas leyes estatales a las inalterables leyes físicas.

  Todo cambia cuando el ciudadano se va dando cuenta que su intervención puede actuar sobre el Estado y modificar su estructura e instituciones y así tratar de paliar sus miserias cuando se ve acosado por las fuerzas que del mismo derivan. Esto que luego parecerá tan normal, fue posible en el mundo griego por la inicial composición de sus ciudades estado en cuanto a su dimensión y número de sus ciudadanos. La reducida dimensión de la polis favorecía el poder observar los acontecimientos más de cerca y la ciudadanía se dio cuenta de la pávida debilidad de quienes les gobernaban. Pronto se percataron que a poco que se esforzaran y presionaran a quienes ostentaban el poder, podían conseguir que cambiaran en su actitud opresora, cuando no, deponerlos de sus cargos y situar en su puesto otras fuerzas más favorables a sus intereses.

  Nos situamos así en el siglo IV, considerado por muchos el gran siglo del pensamiento político griego por el alumbramiento de brillantes y numerosas doctrinas a cargo de escritores y pensadores que, sin olvidarse de los temas de debate en periodos anteriores, en especial de la relaciones entre Naturaleza y Ley, afrontan cuestiones novedosas relacionadas con la política aflorando razonamientos abstractos en sus reflexiones, observando una preocupación especial por los temas económicos y sociales, así como por los desórdenes públicos. En consecuencia, surgen nuevas corrientes de pensamiento en busca de posibles soluciones que procuren la concordia y mejoren las relaciones en la vida pública.

  Todo ello viene provocado por la crisis en la que se ve inmerso el mundo griego en el siglo IV. Es una crisis económica y social que afectaría a todos en general. La crisis política surge paralela a ello, aunque reviste diferentes formas en función de las distintas ciudades.

  Cuenta C. Mossé que en Atenas la crisis reviste un carácter especial a causa de su particular régimen político, aunque no se vería seriamente amenazado. Las gravosas cargas económicas que debían soportar las clases más pudientes provocarían un particular desapego de éstas respecto a su régimen democrático. A causa de esto, prosigue, la vida política se vería seriamente alterada con facciones que unen estrategas y oradores promoviendo luchas y enfrentamientos. De ahí surge el debilitamiento de la ciudad en los momentos más necesarios para aunar esfuerzos en defensa de los peligros que le acechaban.

  Resuelve Mossé que, ante estos peligros, es fácil comprender la inquietud de pensadores y escritores y su preocupación al descubrir el nexo de unión entre desequilibrio social y desequilibrio político. Se despierta entonces el interés en buscar un remedio a estos problemas que desemboca en el planteamiento de teorías abstractas sin que lleguen a determinar un programa de acción preciso. Los escritores del siglo IV, concluye Mossé, “más bien constatan y sugieren que proponen y ninguno tiene una actividad política directa, pero sus obras son el testimonio de un clima general y constituyen un reflejo de preocupaciones que debían compartir la mayor parte de sus lectores, Cuatro nombres merecen citarse entre todos aquellos que construyeron en cierto modo teorías políticas: Platón, Jenofonte, Isócrates y Aristóteles[40].

  Numerosas fueron sus obras y algunos más los autores, pero nosotros fijaremos únicamente nuestra atención en Platón y Aristóteles, centrándonos estrictamente y de manera concisa en algunos aspectos de aquello que nos legaron y guarda alguna relación en lo referente a la democracia.

 

Platón. Democracia v/s Ciudad Ideal

   Poco se puede añadir a lo mucho que se ha escrito sobre la aversión que Platón parecía tener al régimen político de la democracia. Difícil será, por tanto, tratar de aportar algo nuevo a los distintos motivos que exponen las diferentes corrientes de opinión en su intento de fundamentar la animadversión que pretenden justificar de este pensador al régimen democrático de gobierno. Aun así, no podemos concluir esta parte de nuestro trabajo sin, al menos, intentar tomar una posición al respecto.

  No será cuestión, pues, de enumerar y exponer todo lo que, a lo largo de la historia[41], se ha venido diciendo sobre esa faceta de Platón, no es ese nuestro propósito. Nuestro objetivo será el fijar un posible nexo de unión entre alguna de las ideas del pensamiento de Platón que observamos en sus escritos y que, quizás, puedan ayudarnos a entender mejor su posición respecto a la democracia.

  Dice Cornford que existen dos caminos por los que se puede transitar en la tarea de concebir una sociedad ideal. “El uno consiste en comenzar con la reforma moral del individuo e imaginar a continuación una sociedad compuesta por individuos perfectos. Tal es el resultado lógico de la misión de Sócrates hacia sus conciudadanos, según resulta descrita en la Apología. El otro consiste en tomar la naturaleza humana tal como la encontramos y construir un orden social que saque el mejor fruto de ella, según es y parece con probabilidad que seguirá siendo. Tal es el camino que Platón emprende con la Republica[42].

  Lo que en la práctica se venía haciendo en la polis ateniense para tratar de establecer una sociedad ideal, en nuestra opinión, transitaba por ese primer camino que señala Cornford. Desde los primeros momentos de la conformación de Atenas como Ciudad Estado, ya se pretendía actuar sobre la moral del individuo a través de la educación ciudadana, concienciándolo de que el bien de la polis era su propio bien y que, consiguiendo esto, se conseguiría el bien de todos y cada uno de sus ciudadanos, de este modo, se alcanzaría para la Ciudad Estado de Atenas el estatus de ciudad ideal. La historia nos advierte que, aunque en algún momento pudo estarse muy cerca de ello, eso nunca llegaría a suceder.

  La frustración casi general de las gentes de Atenas por no haber podido culminar con éxito tales propósitos, es algo que debió observar Platón y puede que fuera uno de los principales motivos que debieron influir en su ánimo para optar, como dice Cornford, por abrir otro camino en busca de esa Atenas ideal a la que se aspiraba.

  Oportunidades tuvo Platón para entrar en política e intentar llevarlo a la práctica desde las instituciones públicas, como así lo relata él mismo en la Carta VIII, cuya autoría se le atribuye. Pero por los motivos que igualmente cuenta en esa misma carta, desistió en el empeño de intentarlo, aunque la idea de un nuevo orden social que transformase la Ciudad Estado de Atenas, fue siempre una constante en su pensamiento.

  Será al escribir la República cuando desarrolle con todo detalle su teoría sobre las bondades de su ciudad ideal. Comienza por exponer los motivos por los que nace una ciudad. Como ninguno se basta a sí mismo para satisfacer sus necesidades, dice, “cada uno va tomando consigo a tal hombre para satisfacer esta necesidad y a tal otro para aquella; de este modo, al necesitar todos de muchas cosas, vamos reuniendo en una sola vivienda a multitud de personas en calidad de asociados y auxiliares y a esta cohabitación le damos el nombre de ciudad[43].

  De esta manera, Platón viene a reflejar cómo se configura y tiene su origen el sentimiento de pertenencia que, como ya comentábamos, unía a quienes componían la Ciudad Estado y actuaba de nexo de unión entre ellos al sentirse partícipes de un mismo proyecto de convivencia común como era el de la polis ateniense.

  Platón se da cuenta del fracaso anterior en la educación de la gente. Constata el revés que supone querer habilitar a cualquier ciudadano para que pueda participar activamente en la vida pública de la polis e intervenir en sus instituciones. La experiencia pone en evidencia que no todos pueden hacer de todo y que la especialización puede ser la solución para el buen funcionamiento de la ciudad. Llega así a la conclusión que, “cuando más, mejor y más fácilmente se produce es cuando cada persona realiza un solo trabajo de acuerdo con sus aptitudes, en el momento oportuno y sin ocuparse nada más que de él[44].

  Partiendo de esta premisa, configura los tres estamentos que van componer y dar forma a su ciudad ideal, agrupando a los ciudadanos en torno a los mismos en base a la función que cada uno está llamado a desempeñar. En la parte más baja estarían los artesanos y labradores; les seguirían los guerreros y situarían en la parte más alta a los guardianes y gobernantes.

  La premisa que apuntamos habrá de ser observada con todo rigor en cada uno de los tres estamentos, si bien apunta Platón, que el intercambio de funciones entre artesanos y labradores, no dañaría gravemente a la ciudad. En cambio, continua, cuando alguno de los labradores o artesanos pretenda entrar en el estamento de los guerreros, o uno de los guerreros en la de consejeros o guardianes, sin tener mérito para ello y cambiando instrumentos y honores o cuando uno de ellos trate de hacer a un tiempo los oficios de todos, semejante trueque y entrometimiento, sería ruinoso para la ciudad. Por tanto, concluye Platón, “el entrometimiento y trueque mutuo de estas tres clases es el mayor daño de la ciudad y más que ningún otro podría ser con plena razón calificado de crimen (…) ¿Y al mayor crimen contra la propia ciudad no habrá de calificarlo de injusticia?[45].

  Por el contrario, dirá en otro momento Platón, aquello que, al principio, cuando hablaba de fundar la ciudad, afirmaba que, había de observarse en todo momento, será para él la justicia; esto es, cuando establecían y repetían que, cada uno debe atender a una sola de las cosas de la ciudad, que no sería otra que, aquella para la que esté mejor dotado. Esto, pues, amigo, termina diciendo Platón, “parece que es en cierto modo la justicia: el hacer cada uno lo suyo[46].

  Una vez sentadas las bases sobre las que fundamentar la ciudad ideal, reflexiona Platón sobre lo que viene ocurriendo en la polis ateniense, intentando descubrir lo que ha podido pasar para no estar regida a la manera de su ciudad ideal, para luego, tratar de enmendar los errores sufridos y remediar así los males que le acechan. La respuesta de Platón a estas cuestiones es sobradamente conocida: “Qué los filósofos reinen en las ciudades o cuantos ahora se llaman reyes y dinastas practiquen noble y adecuadamente la filosofía, vengan a coincidir una cosa y otra, la filosofía y el poder político[47].

  Habrá que preguntarse, pues, qué pudo descubrir Platón en el régimen político imperante en Atenas para que tomara una decisión tan drástica como la de plantearse una enmienda a la totalidad, en lugar de tratar de corregirlo mediante modificaciones parciales. Con todo, parece no haber dudado en la conveniencia de salvaguardar su configuración política como Ciudad Estado.

  El régimen político era el de una democracia, régimen que se había venido fraguando desde mucho tiempo atrás en Atenas. Democracia porque era la mayor parte del pueblo quien ejercía la acción de gobierno en la polis ateniense a través de su participación en las instituciones públicas donde se adoptaban las decisiones políticas.

  Ahora bien, el que Platón desechara el régimen democrático imperante en Atenas, no es para nosotros justificación suficiente para decir de él que tuviera una manifiesta animadversión a la democracia. Nosotros nos inclinamos por pensar que, tal y como se manifiesta Platón sobre las formas de este régimen político, éstas no tienen cabida en el prototipo de una ciudad ideal como la que pretendía para Atenas. De ahí que, consideremos el aparente rechazo y sus críticas a la democracia, no tanto como una animadversión y rechazo a la democracia y más como una justificación en defensa de su teoría sobre la ciudad ideal. Deducción esta posible si, en su homóloga correlación, confrontamos los pilares fundamentales de su ciudad ideal con aquellos en que fundamenta su opinión crítica hacia la democracia.

  No será necesario para ello extendernos en demasía sobre todo lo que Platón no ve acertado en la democracia y que, por tanto, no puede tener cabida en la configuración de su ciudad ideal. Bastará para nuestro propósito fijarnos en alguna de las cuestiones más significativas.

  Ya en el relato de su exposición sobre cómo nace una democracia, marca diferencias en la forma de la elección de cargos, respecto a cómo habría que hacerlo en la ciudad ideal. Nace pues la democracia, dice Platón, “cuando habiendo vencido los pobres, matan a algunos de sus contrarios, a otros los destierran y a los demás les hacen igualmente partícipes del gobierno y de los cargos que, por lo regular, suelen cubrirse en este sistema mediante sorteo[48].

  Por otro lado, critica Platón el espíritu indulgente y nada escrupuloso de la gente que se observa en la democracia y como, en ésta, se desprecia algo de suma importancia que venía a elogiar en la fundación de la ciudad ideal. Recuerda su idea de que no podría ser hombre de bien quien no hubiera recibido educación adecuada para ello y que, por tanto, no atenderán en modo alguno al género de vida que debieran llevar los que se ocupan de la política, estos, y otros como estos, termina diciendo, “son los rasgos que presentará la democracia; y será, según se ve, un régimen placentero, anárquico y vario que concederá indistintamente una especie de igualdad tanto a los que son iguales como a los que no lo son[49].

  Finalmente, alude al clima de libertad que rige en una ciudad bajo un régimen democrático, en la que sus ciudadanos tienen licencia para hacer cada uno lo que quiera y organizar su género de vida en el modo que más le agrade. Una libertad, prosigue, que parece ser lo más hermoso en la democracia pero que, ante los excesos en su administración, la pone al borde del cambio hasta ponerla en situación de necesitar de la tiranía.

  La misma enfermedad, que, produciéndose en la oligarquía, acabó con ella, concluye Platón, “esa misma se hace aquí aún más grave y poderosa, a causa de la licencia que hay, y esclaviza a la democracia (…) Y por lo tanto es natural que la tiranía no pueda establecerse sino arrancando de la democracia; o sea que, a mi parecer, de la extrema libertad sale la mayor y más ruda esclavitud[50].

 

Aristóteles. Democracia v/s República (politeia)

  Según cuenta el mismo Aristóteles, lo que se propone al escribir su Política es averiguar cuál es la comunidad política más adecuada para quienes se encuentran capacitados para vivir según su deseo. Para ello, dice, “hay que examinar primero las formas de gobierno ajenas, tanto las que usan algunas ciudades que tienen reputación de buen gobierno, como aquellas otras descritas por algunos teóricos y que parecen estar bien[51]. Será, pues, el referente histórico a los distintos sistemas de gobierno que imperaban en las comunidades de su tiempo el que va a dotar de un componente empírico a las teorías políticas de Aristóteles.

  En opinión de Rus Rufino, la base documental histórica que era fundamental en la Constitución de Atenas, pasa a un segundo plano en la Política. Aquí, dice, “la investigación experimental, el rastreo y uso de documentos y testimonios históricos, cede el paso a otra dimensión: el desarrollo teorético, filosófico, político de unas ideas y de los principios que se muestran en la experiencia y el conocimiento histórico[52].

  En contra de lo que pudiera parecer, será la obra teórica, Política, la que influirá de alguna manera en el trabajo histórico de la Constitución de Atenas. Es esta una tesis que, entre otros, sostiene el profesor Cruz Prados, quien escribe que, los datos de ésta, “fueron organizados y estructurados según unas pautas que no fueron extraídas del interior mismo de lo histórico, sino de los conceptos definidos en la Política[53]. Para nosotros, no importa tanto cual pueda ser la obra que influye en la otra, como el constatar que las ideas sobre la democracia que Aristóteles expone en su Política, y que sirven de base para nuestro análisis, no son meras conjeturas teóricas ya que, de algún modo, vendrían a estar avaladas por un componente histórico como referencia empírica a su exposición y detalle de los distintos sistemas políticos que describe y documenta.

  Para Aristóteles, los sistemas políticos son “una organización de las ciudades relativas a las magistraturas, a cómo están repartidas, cuál es la autoridad del régimen y cuál es el fin de cada comunidad[54]. Considera que hay tres regímenes rectos cuando quienes gobiernan lo hacen mirando por el bien común, la monarquía, cuando es uno quien gobierna; la aristocracia, cuando son los mejores, unos pocos, pero más de uno, quienes gobiernan; república (politeia) cuando es la mayoría la que gobiernan. Desviaciones de éstos serían, la tiranía, que sería una monarquía orientada al interés del monarca; la oligarquía, orientada al interés de los ricos; y la democracia que estaría orientada al interés de los pobres. Ninguna de estas tres últimas atendería al bien que más conviene a la comunidad.

  Nuestro interés se va a centrar en confrontar las particularidades del régimen que Aristóteles califica de recto y al que llama república (politeia), con las del que considera desviación de éste y que llama democracia.

  Dice Aristóteles que no hay que considerar que existe una democracia allí donde el gobierno es ejercido por la masa pues, suponiendo que en una comunidad fueran muchos los ricos y pocos los pobres y ejercieran esos muchos su autoridad sobre los pocos, esto no sería una democracia sino una oligarquía porque el poder lo estarían ejerciendo los ricos, y en las democracias son los pobres quienes lo hacen. Lo mismo si, siendo pocos los pobres, pero con más poder que los ricos, ejercieran el poder, no sería una oligarquía sino una democracia, pues igualmente serían los pobres quienes mandaban.

  Considera Aristóteles que “más bien hay que decir que una democracia existe cuando los libres ejercen la autoridad, y una oligarquía cuando los ricos, si además aquellos son muchos y éstos pocos, ya que libres hay muchos pero ricos pocos (…) tendremos democracia cuando los libres y pobres, siendo muchos, tengan el control del poder, y oligarquía cuando los ricos y más nobles, siendo pocos[55]. Tanto el número como el criterio de la mayoría no son para él las notas primordiales para calificar los regímenes políticos. El que puedan ser pocos o muchos los que ejerzan el poder no es criterio suficiente para tal fin, la diferencia sustancial entre la democracia y la oligarquía es la pobreza y la riqueza. Lo que ocurre es que, en cualquier parte, los pobres suelen ser muchos y pocos los ricos.

  Aristóteles contempla cinco clases de democracia. La primera se funda sobre todo en la igualdad, condición que se da cuando no sobresalen más los pobres que los ricos, ni ninguno de ellos tienen autoridad sobre los otros, sino que ambos son iguales. Una segunda forma se da cuando se establecen las magistraturas a través de las rentas, siendo estas pequeñas. Otra forma se da cuando los ciudadanos que participan en el gobierno no tienen que rendir cuentas, pero gobierna la ley. Otra consiste en dar acceso a las magistraturas a cualquiera que tenga la condición de ciudadano, con tal de que gobierne la Ley. Y una quinta es en lo demás idéntica a la anterior, pero ejerce la autoridad la masa y no la ley. Esta última situación se produce por culpa de los demagogos y ocurre cuando prevalecen los decretos y no la ley.

  Termina diciendo Aristóteles que, “en las ciudades que se gobiernan democráticamente, según la ley, no tiene lugar el demagogo, sino que los mejores ciudadanos ocupan la presidencia; pero donde las leyes no son soberanas, allí aparecen los demagogos, pues el pueblo se erige en dirigente único, uno solo formado por muchos, ya que muchos ejercen el poder, no individualmente, sino colectivamente (…) Dicho pueblo, igual que se tratara de un monarca, pretende reinar solo, sin regirse por la ley, y se hace despótico, de forma que los aduladores son honrados[56].

  Antes de dar detalles sobre el régimen que considera república, y por ser necesario para mejor entenderlo, fija Aristóteles las cuatro variantes que se pueden dar en un régimen oligárquico. Una consiste en que las magistraturas dependen de rentas tan altas que los pobres no tienen acceso a ellas. En la otra ocurre lo mismo, pero también pueden acceder a las magistraturas quienes sean designados por los ricos que las ocupan. Una tercera se da cuando un hijo sucede al padre, y una cuarta, cuando quien gobierna son los magistrados y no la ley[57].  

  Describe ahora la república como una mezcla de oligarquía y democracia y comenta que suele darse el nombre de repúblicas a los regímenes que se inclinan hacia la democracia, y a los que lo hacen hacia la oligarquía, aristocracias, porque educación y la nobleza van unidas a los más ricos. Ahora bien, precisa, “la aristocracia busca distribuir la supremacía entre los ciudadanos mejores, y las oligarquías, según dicen, están formadas por hombres de bien principalmente[58].

  Existe la creencia, según Aristóteles, de que en una aristocracia se distribuyen las dignidades en base a la virtud pues, según parece, la aristocracia viene definida por la virtud, la oligarquía por la riqueza y la democracia por la libertad. En cualquiera de estos regímenes, la opinión de la facción más numerosa de los que participan en sus respectivos gobiernos, es la que prevalece.

  Concreta finalmente que, en la mayoría de las ciudades, “se llama república a un régimen donde solo se toma como base la mezcla de los ricos y los pobres, del dinero y la libertad, ya que en casi todos los pueblos los ricos parecen ocupar el lugar de los hombres de bien; pero como tres son los elementos que se disputan la igualdad del sistema político: libertad, dinero y virtud (el cuarto, la nobleza, va unido a dinero y virtud), es obvio que a la mezcla de estos dos sectores, los ricos y los pobres, hay que darle el nombre de república, y a la de los tres aristocracia[59].

  Explica finalmente Aristóteles como debe constituirse la república, y como nace ésta junto a la democracia y la oligarquía. Igualmente comenta cuales son los procedimientos para que, partiendo de las particularidades de cada uno de estos dos regímenes, pueda hacerse una mezcla de la que pueda resultar el mejor de ellos. Propio de la aristocracia y de la república es tomar de la oligarquía que se nombren los cargos por elección, y de la democracia, que no dependan de la renta. En la república bien mezclada, termina diciendo Aristóteles, “debe parecer que existen ambos regímenes y ninguno de los dos en particular, y que basa su salvación en sí misma, no porque sean mayoría los que la quieren (pues esto puede ocurrir también en un régimen malo), sino porque en absoluto querría otro sistema ninguno de los partidos de la ciudad[60].

  Por último, aborda Aristóteles la cuestión de cual habrá de ser el mejor régimen de gobierno y el mejor tipo de vida para la mayor parte de las ciudades. Lo hace fijando de antemano las excepciones a las directrices que va a fijar para ello, lo que hace suponer que, para esos casos, da por sentado que disponen ya del mejor de los regímenes posibles.

  Se pregunta Aristóteles sobre cual habrá de ser para las ciudades el mejor régimen de gobierno y el mejor tipo de vida, cuando no concurran en ellas alguno de estos signos distintivos: “Si respecto a la virtud, no reúnen la superior a la normal, ni, a educación, la que precisa una naturaleza y unos medios afortunados y ni, a sistema de gobierno, el que se ajuste al ideal[61]. Si no que se den en ellas, prosigue, “un modo de vida que está al alcance de casi todos y un sistema de gobierno con el que pueden contar casi todas las ciudades”, pues, prosigue Aristóteles, “las que reciben el nombre de aristocracias, y sobre las que tratamos hace un momento, unas veces quedan fuera del alcance de la mayoría de las ciudades y otras se acercan a la llamada república (y por ello hay que tratar de ambas como de una sola)[62].

  Aristóteles fundamenta sus respuestas en base a unos mismos principios. La vida feliz es la que, de acuerdo con la virtud, plantea menos impedimentos y, si el término medio es la virtud, la intermedia será entonces la vida mejor pues, al alcance de todos está el término medio. Los mismos criterios han de aplicarse a la virtud y maldad de las ciudades y de sus regímenes políticos puesto que, de alguna manera y en cierto modo, el régimen político es la vida de la ciudad.

  En todas las ciudades, continúa, se dan tres elementos propios de ellas: los muy ricos, los muy pobres y los intermedios entre ellos. Pero si se reconoce que lo moderado y lo intermedio es lo mejor, también lo será en el caso de la posesión de riquezas y la propiedad intermedia será la mejor pues será la más fácil de someterse a la razón, lo que no ocurrirá en los casos extremos de pobreza o riqueza, fortaleza o debilidad, nobleza o bajeza, que difícilmente seguirán a la razón.

  Finalmente comenta Aristóteles que la ciudad debe estar integrada por personas que tiendan a ser lo más iguales y semejantes posible, situación que dice se da, sobre todo, en la clase media, por lo que esta ciudad deberá ser la mejor gobernada. La comunidad política mejor, continúa, será, pues, la de la clase media y podrán tener un buen gobierno aquellas ciudades donde sea esta la que impere. De aquí que, concluye Aristóteles, “la mayor felicidad consiste en que los ciudadanos posean una fortuna media y suficiente; puesto que donde unos tienen mucho en exceso y otros nada, o parece una democracia radical o una oligarquía pura o una tiranía, motivada por ambos excesos; ya que, de la democracia más vehemente y de la oligarquía, nace la tiranía, y de los regímenes intermedios o muy próximos, mucho menos[63].

 

EL FIN DE LA DEMOCRACIA EN LA ANTIGUA GRECIA

 

Su declive y ocaso

  Aunque hubo anteriores contactos, la intervención decisiva de Roma en la vida política del Mediterráneo oriental tendría lugar en los comienzos del siglo I a. C., al derrotar a Filipo V de Macedonia y a Antíoco III. El reino de Macedonia desaparecerá como tal a mediados del siglo II para convertirse en una más de las provincias romanas.

  La abolición del sistema de estado heleno no supuso el final de la cultura y la civilización griega en los territorios sometidos por Alejandro, pero su desenvolvimiento ya no sería el mismo. Si bien en la parte oriental su influencia fue perdiendo protagonismo a favor de las tradiciones locales, en la parte occidental no sólo subsistiría, sino que ésta se acrecentó auspiciada por los propios romanos y favoreciendo el desarrollo de las artes y las ciencias.

  No ocurriría lo mismo con la cultura cívica y la política en la que se desenvolvían las ciudades griegas, hasta el punto que, a lo largo de esos dos primeros siglos, llegaron a desaparecer los últimos vestigios del autogobierno de la polis. Las ciudades griegas del Mediterráneo oriental seguirían con su status de entidad autónoma, pero el espíritu de su política ya no sería el mismo. “Las asambleas ciudadanas ya no se reunían, y los consejos municipales estaban dominados por oligarquías locales muy restringidas. Incluso la libertad de acción de estos regímenes oligárquicos se vio cada vez más limitada por la costumbre del gobierno romano de recurrir a funcionarios como Plinio el Joven para supervisar su gestión[64].

  Al margen de estos posibles vestigios de la democracia griega en algunos de sus territorios, Roma transitó en su gobierno por distintas etapas en cuanto a su forma y composición. Una primera de carácter monárquico que derivaría luego en un sistema denominado república, para acabar finalmente con el que llamarían Imperio.

  Atendiendo a lo que escribe Polibio, ninguno de ellos se aproximaría tanto en apariencia al gobierno democrático de la polis griega como el que se configuró en la etapa de la república. Su gobierno, comenta, estaba refundido en tres cuerpos, con derechos tan equilibrados y bien distribuidos en ellos que, no se podrá decir con certeza si el gobierno era aristocrático, democrático o monárquico: “si atendemos a la potestad de los cónsules, se dirá que es absolutamente monárquico y real; si a la autoridad del Senado, parecerá aristocrático, y si al poder del pueblo, se juzgará que es Estado popular[65].

  A pesar de lo que pudiera deducirse de la interpretación de Polibio sobre el régimen de la república, dice Gonzalo Bravo que, “el estado republicano no fue una democracia en la medida que se mantuvo como una oligarquía hasta sus últimos días[66]. Es más, si nos atenemos a la docta opinión del prestigioso historiador Ronald Syme, detrás de la fachada de cualquiera de los gobiernos de la Roma Antigua, se oculta siempre una oligarquía[67].

  En etapas posteriores el sistema de gobierno en Roma se irá conformando alrededor de la figura del emperador, concentrando en su persona el supremo poder del gobierno que, con la adopción del cristianismo como religión oficial del Imperio, permanecería investido del poder real y sacerdotal.

  La debilitación de un Imperio, dividido en una parte occidental y otra oriental, incapaz de hacer frente a la presión que los pueblos limítrofes venían ejerciendo en sus fronteras, fue una de las causas principales que debió de incidir en el desmoronamiento de su organización política y militar, facilitando la posterior invasión en Occidente de las llamadas hordas bárbaras, que traerían en consecuencia la desintegración progresiva del vasto Imperio romano y sus instituciones públicas.

  La interrelación entre los romanos y las fuerzas invasoras tuvo la alternancia de unos periodos virulentos con otros de carácter más pacíficos que facilitaron la correlación de las estructuras sociales de ambas culturas, para dar origen a los basamentos que configuraron luego la sociedad medieval. Ante la incapacidad de los emperadores de Occidente de mantener en las provincias el ejercicio de los poderes civiles y militares, serán los dirigentes de las fuerzas invasoras quienes, en ocasiones y lugares, de común acuerdo con las autoridades romanas y bajo las normas dictadas por éstas, se llegaron a considerar los herederos de tal menester.

  De esta manera, será en el ejercicio de las funciones administrativas donde mejor se podrá ver la degradación y decadencia de las instituciones romanas de Occidente. Las asambleas ciudadanas irían desapareciendo en aquellos lugares donde se imponía el dominio de los pueblos germánicos, perdiendo fuerza la noción romana de res pública, en beneficio de la idea germánica de reino. Así, como dice Emilio Mitre, ocurriría que, “el poder del rey, dadas sus facultades militares, legislativas y su posición a la cabeza de la administración, es teóricamente absoluto[68].

  Nos situamos, así, en el último tercio del siglo VIII para encontrarnos con Carlomagno al frente del regnum francorum. Un personaje cuya figura ha sido considerada, por algunos, como la del primer unificador del Occidente europeo que culminó con el restablecimiento del Imperio en la Navidad del año 800.

  De esta manera, la monarquía se fortalece como monarquía de derecho divino en tanto que los monarcas son reyes por la gracia de Dios. La subordinación del poder político al espiritual, en lo sucesivo, traerá en consecuencia los enfrentamientos con el pontificado que, con diversos grados de intensidad, van a perdurar durante varios siglos. Papado e Imperio se irán disputando recíprocamente la preponderancia de un poder sobre el otro, al margen de cualquier consideración hacia el pueblo que, despojado de todo derecho, tendrá solamente la función de obedecer como súbditos o vasallos, cuando no como fieles cristianos bajo el dominio clerical y religioso.

 

 

NOTAS

 

[1] Titulo

[2] C. M. Bowra, en La Atenas de Pericles,en (Alianza, Madrid 1983) 31

[3] Tucídides, Historia de la Guerra del Peloponeso (II - 65), Libros I-II (Traducción de Juan José Torres Esbarranch), (Gredos, Madrid 1990) 495

[4] Ibidem, (II - 37) 450.

[5] Julio Calonge Ruiz, Introducción, en Tucídides, “Historia de la Guerra del Peloponeso”. Libros I y II, en (Gredos, Madrid 1990) 55

[6] Francisco Rodríguez Adrados, Pericles y la democracia de su tiempo, Revista Estudios Clásicos , Tomo 6, Nº 35, 1962, págs. 303-403

[7] Tucídides (o. c. nota 161) (II - 65) 495

[8] Doménico Musti, Demokratía. Orígenes de una idea, (Alianza, Madrid 2000) 10.

[9] Carlos García Gual, (o. c. nota 61) 89

[10] M. I. Finley, (o. c. nota 1) 37

[11] “Resumiendo, afirmo que nuestra ciudad es, en su conjunto, un ejemplo para Grecia, y que cada uno de nuestros ciudadanos individualmente puede, en mi opinión, hacer gala de una personalidad suficientemente capacitada para dedicarse a las más diversas formas de actividad con una gracia y habilidad extraordinarias”. Tucídides (o. c. nota 161) (II - 41) 455

[12] “En resumen, me atrevo a decir, nuestra ciudad en su conjunto es una lección viva para Grecia. Con esta afirmación, Pericles, en la Oración Fúnebre, concluye su exposición de las cualidades del régimen político ateniense. El término que emplea, paideusis, significa, "acción de instruir" y remite a la noción de paideia, educación”. Claude Mossé, en Pericles. El inventor de la Democracia. (Espasa, Madrid 2007) 177.

[13] Werner Jaeger, en Paideia: Los ideales de la cultura griega, Libro II (FCE, Madrid 2001) 69.

[14] “Bien es verdad que el pueblo era soberano, pero tal soberanía se advertía dentro de determinados límites. Es indudable que fue entonces cuando se elaboraron las reglas estrictas con respecto al orden del día y a la periodicidad de las sesiones de la Asamblea, a la manera de introducir los proyectos de decretos, al procedimiento de su discusión y de su adopción. También entonces se precisaron las atribuciones de la boulé de los Quinientos, y, en particular, el riguroso control que ejerció sobre los que detentaban una magistratura pública, tanto a su toma de posesión, por medio de la dokimasía, como al dejar el cargo, a la hora de rendir cuentas”. Claude Mossé, (o. c. nota 3) 36.

[15] “Democracia es, por supuesto, una voz helena. La segunda parte del término significa poder o gobierno'; así tenemos que autocracia es el gobierno de un solo hombre; aristocracia, el gobierno de los aristócratas, o sea, los mejores, la élite; y democracia, el gobierno del pueblo, del demos. Demos era una de esas palabras proteicas dotadas de varios significados, entre los cuales figuraban el de "pueblo como un todo" (esto es, el cuerpo de los ciudadanos, para ser más preciso) y "el vulgo" (o sea las clases inferiores), y los debates teóricos de la Antigüedad frecuentemente juegan con esta central ambigüedad léxica”. Moses I. Finley, (o. c. nota 1) 20.

[16] “Cuando Pericles evocaba únicamente el mérito para acceder a los honores, edulcoraba un poco la realidad. De hecho, las magistraturas más importantes, sobre todo las que implicaban el manejo de fondos, estaban reservadas a los más ricos. En efecto, estrategos y tesoreros eran, por razón de su rendición de cuentas, responsables de sumas que les habían sido confiadas. Y podían ser llevados a responder de ellas con sus propios bienes”. Claude Mossé, (o. c. nota 170) 81.

[17] “Explicaré, en cambio, antes de pasar al elogio de nuestros muertos, qué principios nos condujeron a esta situación de poder, y con qué régimen político y gracias a qué modos de comportamiento este poder se ha hecho grande”. Tucídides, (o.c. nota 161) 449.

[18] “Los Persas tratan el tema del abuso de poder de un Estado imperialista y un rey tiránico; Los Siete, el del asedio de una ciudad. La rebelión contra la propia patria y la rivalidad por el mando; Las suplicantes, el de si una ciudad debe prestar la ayuda pedida en nombre de leyes divinas y humanas cuando esta ayuda pone en peligro su propia existencia; Prometeo, el de las relaciones entre el poder y los súbditos; la Orestía, el de la guerra de conquista y la lucha del poder dentro de una familia”. Francisco Rodríguez Adrados, La Teoría Política de la Democracia Ateniense (Ponencia) en “Coloquios sobre Teoría Política de la Antigüedad Clásica” (Estudios Clásicos, Tomo IX, Num. 44 de Febrero 1965) 17.

[19] Tucídides, (o. c. nota 161) 484.

[20] Ibídem 361.

[21] Ibídem 374.

[22] “¿No gobernaba Pericles a los hombres? (…) ¿No era preciso como hemos convenido, que de injustos que eran, sometidos a él se volvieron buenos, ya que él los gobernaba como si realmente fuese un buen político? (…) Pero los justos son de carácter dulce, como dice Homero. Tú que dices, ¿piensas como nuestro gran poeta? (…) Pero Pericles los volvió más feroces de lo que eran cuando se encargó de ellos, y esto basta contra él mismo, lo más contrario del mundo a sus propósitos (…) ¿Y al volverlos más feroces no los hizo, por consiguiente, más injustos y peores? (…) Por tanto, desde este punto de vista no ha sido Pericles un buen político”. Platón, Gorgias, en “Diálogos” (Traducción de Luis Roig de Lluis), en (Espasa Calpe, Madrid 1987) 124. 

[23] F.M. Cornford, (o. c. nota 91) 107.

[24] Tucídides, (o. c. nota 161) 495.

[25] M. I. Finley, (o. c. nota 1) 124.

[26] Ibidem 126.

[27] Werner Jaeger, (o. c. nota 171) 42/43.

[28] Ibidem 43.

[29] Ibidem 44.

[30] Carlos garcía Gual, (o.c. nota 61) 92-93.

[31] Jacqueline de Romilly, en Los grandes sofistas en la Atenas de Pericles, (Seix Barral, Barcelona, 1997) 17.

[32] Ibidem 39.

[33] Ibidem 13.

[34] Ibidem 14.

[35] Ibidem 79.

[36] Ibidem 41-42.

[37] Manuel Fernández Galiano, (o. c. nota 150)

[38] Francisco Rodríguez Adrados, (o. c. nota 176) 13.

[39] Claude Mossé, Las doctrinas políticas en Grecia, en (A. Redondo, editor – colección Beta – Barcelona 1971) 5.

[40] Ibidem 49.

[41] Un compendio de esas corrientes de opinión lo encontramos en Salvador Mas, “La crítica de Platón a la democracia: Paideía Politikê” en Filosofía y democracia en la Grecia Antigua, (Obra coordinada por Laura Sancho Rocher en Prensas Universitarias de Zaragoza – Año 2009) Pags. 161-197

[42] F. M. Cornford, (o. c. nota 91) 115.

[43] Platón, (o. c. nota 29) 124-125.

[44] Ibidem 126.

[45] Ibidem 237.

[46] Ibidem 235.

[47] Ibidem 303.

[48] Ibidem 440.

[49] Ibidem 442-443.

[50] Ibidem 452-453.

[51] Aristóteles, (o. c. nota 109) 67.

[52] Salvador Rus Rufino, en “Política e historia en Aristóteles”, en revista Historia y Política, num. 17, Madrid, enero-junio (2007) pags. 175-204

[53] Alfredo Cruz Prados, “Política de Aristóteles y democracia I”, en Anuario Filosófico, 1988 – Vol. 21 – Nº1 – 9-34.

[54] Aristóteles, (o. c. nota 109) 149.

[55] Ibidem 152-153.

[56] Ibidem 156-157.

[57] Ibidem 158.

[58] Ibidem 162.

[59] Ibidem 163.

[60] Ibidem 165.

[61] Ibidem 167.

[62] Ibidem 167.

[63] Ibidem 169.

[64] Sarah B. Pomeroy Sarah B., Burstein Stanley M., Donlan Walter y Roberts Jennifer T., La antigua Grecia. Historia política, social y cultural, (Crítica, Barcelona 2001) 500

[65] Polibio, en Historia Universal bajo la República Romana (versión de Juan Díaz Casamada) en (Editorial Iberia, Barcelona 1968) (Libro sexto, Cap. VI) 111.

[66] Gonzalo Bravo, en Historia de la Roma antigua, en (Alianza, Madrid 1998) 35

[67] “En todas las edades, cualquiera que sea la forma y el nombre del gobierno, sea monarquía, republica o democracia, detrás de la fachada se oculta una oligarquía, y la historia de Roma, republicana o imperial, es la historia de la clase gobernante”. Syme Ronald, en La revolución romana, en (Crítica, Barcelona 2011) 16.

[68] Emilio Mitre, en Historia de la Edad Media en Occidente, en (Cátedra, Madrid 2016) 68.