Soberanía     Democracia

       

                         Los pilares del Estado  

 

 

 CONCLUSIONES DE LA TESIS DOCTORAL SOBRE LA DEMOCRACIA: EDUCACIÓN E INFORMACIÓN

 

   No es una mera ocurrencia, ni nos ha movido deseo alguno de originalidad la opción elegida para titular esta Tesis. Su formulación la forjamos bien avanzada ya nuestra labor de investigación, tras ir descartando la primigenia opción que nos motivaba (“Democracia directa, democracia participativa y democracia representativa.- Encuentros y desencuentros de sus teorías en el Estado moderno”) y cada una de las tres variantes que barajamos luego como alternativa (“La democracia: ¿Una realidad práctica, una teoría por concluir o un ideal por conseguir?”), al no poder documentar una definición de la democracia común, y mayoritariamente aceptada, que pudiera avalar nuestro trabajo.

   Reconducimos nuestras indagaciones adoptando como premisa la posible acepción, “poder o gobierno del pueblo”, para el término democracia. De esta manera, pretendíamos superar posibles dificultades en la identificación del sujeto que, en un sistema político como el de la democracia, ostenta, mejor dicho, debe ostentar el poder de decisión: el pueblo. Algo más complejo habría de ser ver y constatar, objetivamente, si es éste quien realmente lo ejerce, si es el pueblo el que actúa e impone su voluntad en las decisiones gubernamentales. En definitiva, si es el conjunto de ciudadanos dotado con capacidad de voto, el pueblo, quien, sin manipulaciones interesadas, decide y ejerce libremente el poder de gobierno. Difícil y complicado se nos presentaba este cometido, por lo que decidimos afrontarlo bajo planteamientos que, sí no de forma directa, al menos de manera indirecta, debieran proporcionarnos ayuda suficiente en la búsqueda de posibles respuestas.

   Así, hemos podido constatar que fue en la antigua Grecia, y de manera más significativa en la Ciudad Estado de Atenas, donde, como en ningún otro sitio y momento, el pueblo, como tal, ha podido ejercer el poder de gobierno. Convocado en asamblea, y previo debate público de los asuntos a tratar, podía exponer y validar directamente su decisión sobre la resolución de los mismos, situación a la que se llegó tras un largo proceso que buscaba implicar al pueblo en las instituciones públicas. Importante y fundamental es resaltar una de las cuestiones que, desde siempre, pretendieron resolver los griegos: generalizar una educación adecuada de su gente para que fuera capaz de discernir la mejor solución a cada problema. Una labor que comenzaría a fraguarse en tiempos remotos con la divulgación de los poemas de Homero y que permaneció siempre activa y en constante evolución hasta el declinar de su imperio.

      Se pretendía implantar una educación orientada a desarrollar el progreso de la comunidad promoviendo unos valores encaminados a fomentar la convivencia social, dirigidos al interior de la persona, pero con una proyección colectiva en busca del bien común. Se perseguía un sistema educativo con un contenido que, cimentado en valores éticos y a modo de mandamientos, procurara el perfeccionamiento de la conducta social. Valores cuyos rudimentos ya encontramos reflejados en el comportamiento de los personajes cuyas proezas heroicas se insertan en los poemas homéricos. Valores que Homero materializa bajo la expresión diké, normalmente traducida por justicia, y por el empleo del calificativo areté, referido habitualmente a la consideración de virtud; unos valores que se verán siempre avivados a lo largo de todo el proceso de desarrollo de la polis griega.

   La democracia tuvo su momento culminante en la Atenas de Pericles. Un periodo que ha sido cuestionado por quienes comparten la idea de que aquello era una apariencia de democracia en la que prevalecía el gobierno de su primer ciudadano. Un primer ciudadano, Pericles, que, para otros, sería el último estadista-filósofo, instruido en las ideas de los nuevos movimientos intelectuales de su época. A su muerte, Atenas caería en mano de los demagogos y con ello se iría conformando el declive de su imperio. Fue esta una etapa en la que se pretendía afianzar una incipiente democracia que propiciaba la entrada de la masa popular en la actividad política y, con ello, se renovaba el interés por reforzar y extender a toda la ciudadanía la educación siempre pretendida, pero que venía siendo monopolizada en exclusiva por los miembros de la clase aristocrática, aludiendo para ello la distinción de una areté heredada de su condición familiar y fomentada con medios fuera del alcance popular.

   Apremiaba, por tanto, la necesidad de emprender sin demora la cuestión inacabada de consumar la formación cívica de la gente. Surge, así, el movimiento educador de la sofística con la pretensión de extender la formación cívica a círculos cada vez más amplios, publicitando la exigencia de una areté fundamentada ahora en el saber. Aunque lo que realmente vinieron a practicar fue una educación selectiva dirigida a la formación de caudillos que conduciría a lo que, muy bien, se podría ver como el nacimiento de una nueva nobleza o clase política.

   Los sofistas se dirigían, principalmente, a quienes querían formarse para la política y conseguir un puesto en la estructura del estado. Enseñaban, a quien pudiera pagarla, una educación intelectual que les facilitaba el poder distinguirse en la vida pública y les instruían para hablar en público y defender sus ideas en la asamblea del pueblo. Ser hábiles en el análisis de los asuntos a debatir y diestros en sus argumentaciones ayudaba a destacar frente a los demás y favorecía el acercarlos a sus posiciones. Atenas era el prototipo de una democracia directa donde, si sabían expresarse, cualquiera podía ganar influencia y hacer carrera en la política.

   Desde esta perspectiva, es fácil imaginar la estructura social que se llegó a cernir sobre la polis ateniense, así como su posible repercusión y consiguientes consecuencias en los debates asamblearios, donde, qué duda cabe, debieron predominar los fatuos discursos de quienes, con su proceder, buscaban obtener un provecho personal en las providencias de la Asamblea. Así, tendríamos las intervenciones de una minoría, puede que residual, heredera de la clásica aristocracia, que seguía añorando la gloria del poder, al igual que, también, las de una nueva y prominente minoría, cada vez más numerosa y ambiciosa, que fundamentaba en el saber su preeminencia y aspiraba a posicionarse en los puestos relevantes para hacer de la política su oficio. Menos elocuentes y escasas, más bien casi esporádicas, debieron ser las intervenciones de la facción mayoritaria que completaba el foro de la Asamblea y que estaba encuadrada por el resto de la ciudadanía con derecho a participar con su voto en los asuntos públicos. Una mayoría de ciudadanos que, por su escasa y menor formación, habría que situarla en un plano de inferior influencia frente a las referidas minorías, dada su enorme desventaja en la exposición y defensa de sus opiniones frente a las de quienes estaban acreditados como maestros en el arte de la oratoria.

   Aun así, hemos de considerar que la Asamblea estaba conformada por el conjunto de todos y que, cuando en ella se acordaba una resolución, era el pueblo quien, de derecho, la establecía, aunque parece no estar muy claro que, de hecho, fuera el pueblo quien la decidía. Hay que tener en cuenta que a la Asamblea solían acudir unos seis mil ciudadanos, y que, para que pudieran opinar sobre el contenido de los asuntos a tratar, la lógica nos dice que deberían disponer de información suficiente y veraz sobre los mismos, al igual que, antes de abrir el debate y poder resolver cada caso con conocimiento de causa, se deberían explicar sus particularidades con meridiana claridad, mediante una exposición imparcial y sin la injerencia de elementos que pudieran distorsionar su objetividad.

   Al emitir el voto, el ciudadano estaba expresando su decisión sobre el asunto que se le proponía, lo que nos lleva a decir que, las resoluciones de la Asamblea, registraban las decisiones de los votantes, o lo que es lo mismo, computaban sus opiniones. La emisión de voto es el acto sublime que da vida a la democracia, pero las condiciones en que el ciudadano recibe la información necesaria para forjar su opinión, y la exposición a la que se ve sometido por las presiones que pueda recibir para su conformación, son los elementos que habrán de constituir la garantía necesaria para la perfección de su funcionamiento. El voto ha de emitirse con total autonomía y libertad, sustentado en una información veraz, emitida en su adecuado marco y momento, libre de injerencias interesadas, pues, de no hacerlo así, no sería la opinión del pueblo la que saliera escrutada en las resoluciones y, el hecho de la votación, no dejaría de ser un mero acto sancionador de las decisiones de otro.

   Al poner en valor estas cuestiones en los momentos álgidos de la democracia en la polis ateniense, se acrecentaban nuestras dudas al detectar posibles interferencias en el funcionamiento de los debates asamblearios por parte de las élites dirigentes, conducentes a manipular la formación de opinión en la masa popular para tratar de incidir en sus decisiones, con el fin de conseguir el voto favorable de la Asamblea a sus particulares intereses.

    Ardua ha sido la tarea de querer ponderar la calidad democrática de los pronunciamientos de la Asamblea, en un intento de valorar y comparar el protagonismo real y el peso específico de la masa popular en los debates y resoluciones de la misma, frente al que pudieran haber tenido las minorías ilustradas que referíamos. Hemos querido corroborar si el pueblo, como tal, llegó a ser el principal y esencial protagonista de la Asamblea, dueño y señor de sus propios actos y decisiones, que sabía lo que quería y debía hacer, y lo hacía en cada momento. O si, por el contrario, utilizado como escusa por ser necesario, el pueblo no pasó de ser un elemento secundario, una mera comparsa que, carente de una precisa información y sin elocuencia en la palabra, se limitó a seguir y secundar las interesadas propuestas de aquellos intervinientes más avezados que, empujados por sus ambiciones, enardecían con sus proclamas a la masa asamblearia.

   De regular y moderar el desarrollo de la Asamblea se ocupaba la Boulé o Consejo de los Quinientos, que lo hacía a través de su Comisión Permanente o Senado. Para cada caso, presentaba un proyecto de decreto y lo exponía para su debate y resolución. Eran estas unas instituciones que se han calificado de muy democráticas por el hecho de que sus miembros y cargos eran elegidos por sorteo pero que, precisamente por dejar a la suerte su composición, no podía garantizar un nivel formativo suficiente y adecuado en su estructura para el cometido que se les encomendaba y que, por contra, debió de actuar en detrimento de la calidad y eficacia que cabe esperar de quienes debían controlar el funcionamiento del máximo órgano decisorio. Así se puede deducir de lo que pensaba un personaje tan representativo como Sócrates, al ser designado en sorteo como miembro del Consejo y tener que dirigir una votación en la Asamblea. Decía a su amigo Polo que, al tocarle ser miembro del consejo cuando su tribu tuvo la presidencia y ser él quien tenía que dirigir la votación, dio que reír a la gente al no saber llevar la votación.

   Era imprescindible y necesario, pues, que, quienes asistían a la convocatoria, debieran tener una información precisa y veraz de los asuntos a tratar en la Asamblea para que el debate pudiera centrarse en el fondo de la cuestión y no convertirlo en algo meramente simbólico con el único fin de revestir la resolución de un halo democrático. A nuestro entender, fue esta una carencia bastante probable en el funcionamiento de los debates asamblearios de la polis ateniense, que, junto a la ya señalada referente a la educación, conformarían las razones principales que nos llevan a deducir que, su funcionamiento, pudiera estar viciado por el influjo de graves anomalías y arbitrariedades que, entendemos, no favorecieron, más bien impidieron, el total perfeccionamiento de la democracia griega para que esta se hubiera podido manifestar en toda su plenitud.

   No se puede descartar que, deliberada e interesadamente, se facilitara información falsa o tergiversada, con el fin de provocar una reacción contraria a la realidad que se hubiera podido esperar. Resultaría, así, que al exponer para su debate cuestiones bajo información adulterada, la opinión del pueblo en la Asamblea habría sido doblegada en la dirección pretendida por quienes así hubieran podido actuar, consiguiendo con ello subyugar la voluntad popular para convertirla en mera signataria de una decisión ya adoptada de antemano por otros.

   Aunque el resultado de hechos como estos bien pudiera acercarse a nuestras conclusiones, no ha sido precisamente en ellos donde, por su lógica y relativa evidencia, nos hemos querido fijar. Han llamado más nuestra atención algunos detalles y posibles incidencias que, en el momento culmen de la democracia en Atenas, parecen haber concurrido en la labor de la Asamblea. De manera particular, hemos ahondado en la manera de plantear los debates, especialmente, en cuando y como se transmitía la información precisa para que, sin injerencias extrañas e interesadas, pudiera observarse una total pulcritud en el manejo y dirección de las intervenciones, para el buen fin de las decisiones a tomar. Percibimos la concurrencia de acciones que nos parecen premeditadas y nada esporádicas, en las que, sin interferir gravemente en la autenticidad y veracidad de la información, pero jugando con el manejo de los tiempos en su divulgación, y acomodando su forma de exposición, tenían tintes de querer manipular la opinión de la gente hacia determinadas posiciones. Se buscaba así, entendemos nosotros, disfrazar de decisión popular con carácter democrático lo que, más bien, era el mero refrendo de una decisión previamente adoptada bajo un interesado plan establecido por las élites dominantes para mantener bajo su control las alternativas políticas. Circunstancias que, entendemos nosotros, ensombrecen el sistema político que se pretendía y dan pie a forjar la opinión de que aquello no dejaba de ser una mera apariencia de democracia.

   Una apariencia, porque cualquier decisión que tomara la Asamblea sin haber sido informada debidamente sobre el tema a debatir no dejaba de ser una pura especulación. Discutir sobre algo de lo que no se tiene el debido conocimiento, sólo conduce a un debate estéril. Esto parece haber ocurrido cuando hubo que dar respuesta a la demanda de los lacedemonios que ponía en cuestión la política imperialista ateniense, que exigía negociar sobre cuestiones referentes a la misma, bajo la promesa de que no habría guerra si derogaban el Decreto de Mégara. En este caso, quien disponía de la información necesaria, como luego se vio, y debía haber informado a la Asamblea antes de iniciar el debate sobre tal petición, era Pericles. Pero este optó por demorar su intervención y dejar que el pueblo discutiera y hablara, especulando sobre meras presunciones. Una vez se había producido el estéril debate sin resolución alguna, como cabía esperar, Pericles tomó la palabra y, no sólo se limitó a exponer detalladamente toda la información que, por su cargo, disponía, sino que se permitió “aconsejar” la solución que se debería adoptar. Tras escucharlo, los atenienses, tomando en consideración sus palabras y, sin más debate, votaron como les proponía Pericles.

   Apariencia de democracia porque las convocatorias de la Asamblea podían ser manejadas y, en ocasiones, se hacía de espaldas a la opinión del pueblo, pero conforme al interés de los dirigentes políticos. En uno de los sucesos de la guerra contra los peloponesios, cuando su ejército estaba relativamente cercano a la ciudad, la opinión generalizada del pueblo era que había de salir a combatir, cuando quien tenía que decidir, Pericles, no ordenaba la acción y lo consideraban responsable de todos sus sufrimientos. Es más, viéndolos disgustados, se mantenía en su opinión y no los convocaba en Asamblea ni a reunión alguna. Tiempo después, tras la segunda invasión de los peloponesios y cuando la enfermedad de la peste les asolaba, acusaban a Pericles de haberlos empujado de nuevo a la guerra y ser el causante de todos sus males. Fue entonces cuando, para tratar de contener la situación y ver de cambiar el ánimo de la gente, si convocó a la Asamblea. En esta ocasión, no esperó a que otros iniciaran el debate, sino que fue el primero en tomar la palabra en un intento de controlar la situación y desviar su atención a lo que les proponía. También en esta ocasión el pueblo hizo caso de sus consejos, si bien, en privado, mantenían su enojo contra él. La cuestión se apaciguó con la imposición de una multa a Pericles, que no tuvo mayor trascendencia pues, al poco tiempo, lo elegirían de nuevo como estratego.

   Una apariencia que no habría que polarizar singularmente en Pericles, sino que habría de hacer extensiva al proceder de otros líderes políticos, que, al igual que éste, aprovechaban sus habilidades y privilegios para doblegar el comportamiento de una masa asamblearia que, para su mayor desgracia, no estaba, ni suficientemente instruida, ni debidamente informada, para poder discernir adecuadamente sobre la mejor respuesta a las cuestiones que le planteaban para su resolución. Fue con Cleón que se planteó a la Asamblea decidir sobre la suerte de los prisioneros mitilenos y que, en un principio decidieron que fueran ejecutados, para después retractarse. Ante tal decisión, intervino Cleón ante la Asamblea, primero para reprocharse a sí mismo el dar consejos al pueblo contrarios a su sentir y dejarse llevar por la elocuencia y la porfía dialéctica, pero también, para responsabilizar a la ciudadanía de ser meros espectadores de discursos y oyentes de hechos, que consideran sus consecuencias futuras influenciados por laudatorias palabras. Al sentirse aludido por esta intervención, tomó la palabra Diódoto para acusar de lo mismo a Cleón. Expuso este entonces que aquello ya era una mala costumbre observada en la Asamblea, el no distinguir los buenos consejos que se daban con franqueza de los malos que se daban por interés, dándose el caso que el orador que planteaba las peores propuestas tratara de seducir al pueblo con el engaño, y el que daba los mejores, tratara de ganarse su confianza mintiendo.

   No sería la única ocasión en la que, debido a las carencias y falta de información que apuntábamos en quienes acudían a la Asamblea, se tomaran, en nuestra opinión, decisiones precipitadas y sin consistencia alguna que obligaban casi de inmediato a su reconsideración, como ocurrió en las resoluciones sobre la posible invasión de Sicilia. En principio, y cegados por el ofrecimiento de los delegados de Egesta, al poner una cantidad importante de plata a disposición de los atenienses, se tomó la decisión de conformar y mandar una expedición, sin que hubiera una exposición clara de los detalles de la misma y de sus posibles consecuencias. Cuatro días después, en una nueva convocatoria de la Asamblea, Nicias, uno de los estrategos designado, contra su voluntad, a comandar la expedición, se dirigió a la misma para advertir de que se había tomado una decisión equivocada sin medir debidamente el riesgo que conllevaba. Alcibíades, otro de los estrategos designados, defendió la opción contraria, que, finalmente, fue la que adoptó la Asamblea.

   En definitiva, apariencia porque, deliberadamente, se engañaba a la Asamblea con falsas verdades para influir en sus resoluciones. Tal como hizo Alcibíades en una maniobra contra Esparta y la política de Nicias, cuando hubo que decidir sobre posibles alianzas con los lacedemonios o los argivos. Convenció a los representantes de los lacedemonios para que, en su intervención ante la Asamblea, no dijeran que habían venido con plenos poderes para cerrar un acuerdo sobre los puntos en discordia, con el fin de que no atrajeran a la masa a favor de lo que estos venían a proponer y, con ello, estropearan sus planes sobre la alianza que pretendía con los argivos.

   Pero con todos los inconvenientes que pudiéramos aludir, con sus defectos y virtudes, el núcleo esencial de la democracia en la Grecia antigua, concretamente en la polis ateniense, lo habremos de situar en torno al pueblo ejerciendo el poder de gobierno convocado en Asamblea. En teoría, era la mejor fórmula para que fuera el propio pueblo quien, directamente, pudiera adoptar las decisiones de gobierno. La Asamblea expresaba la voluntad del pueblo, era una institución a la que estaba adscrita toda la ciudadanía con derecho a voto, para que, en su seno, el pueblo pudiera ejercer directamente el poder de gobierno. Se daba así el paradójico caso que, quienes mandaban eran los mismos llamados a obedecer; poder y pueblo confluían fundidos en el órgano supremo de la ciudad estado de Atenas: la Asamblea.

   Visto desde el prisma de la analogía, algo similar vino a suceder siglos más tarde al culminar lo que hemos dado en llamar “el resurgir de la democracia”. Poder y pueblo vuelven a fundirse en un mismo órgano, aunque, esta vez, no va a ser el pueblo quien, directamente, se confunda con el poder en los debates decisorios de los asuntos de gobierno, quien lo hace ahora, quien delibera y decide ahora en asamblea es un delimitado número de ciudadanos elegidos como representantes de éste. En esta etapa del resurgir, el núcleo esencial de la democracia también va a estar situado en torno al pueblo, pero con una notable diferencia. Al pueblo ya no se le convoca a participar directamente en una Asamblea decisoria, ahora se le convoca a participar en unas elecciones para elegir quienes van a ser sus representantes para que, en su nombre, decidan sobre los asuntos públicos. En el culmen del resurgir de la democracia, el pueblo ya no va a ejercer directamente el poder, lo hará de manera indirecta a través del pronunciamiento de unos representantes elegidos a tal fin. Así pues, en esta nueva etapa de la democracia, aunque el pueblo va a seguir siendo el elemento imprescindible y necesario, el núcleo esencial del sistema habremos de situarlo en torno a la representación política y todo lo que a ella concierne.

   Aunque es algo que nos atrae enormemente, para no desviarnos del eje principal de nuestro trabajo, no hemos entrado a formular un análisis comparativo entre la práctica del sistema de democracia con participación directa del pueblo en las decisiones de gobierno, cómo se llegó a dar en la ciudad estado de Atenas, y el sistema de democracia representativa como el que vino a culminar en la Francia revolucionaria, aun así, no nos resistimos a dejar constancia de la posible contradicción que parece existir entre representación y democracia. Dos términos que parecen repelerse al tomar en consideración que se adopta el modelo de representación política ante la imposibilidad de una democracia que pudiera convocar directamente al pueblo en una única Asamblea. Se aviva así la sensación de una desconexión entre el pueblo y los órganos representativos que motivaría y pudiera ser causa de su posible disyunción con las decisiones políticas adoptadas por sus representantes.

   Así advertidos, y tratando de evitar posibles interferencias, decidimos continuar en nuestras reflexiones bajo la presunción de que el resultado de ese hipotético análisis comparativo hubiera revelado una equivalencia entre ambos sistemas de democracia, de tal manera que el llamado “democracia representativa”, fuera un perfecto sustitutivo del llamado “democracia directa”, sin que en esta sustitución se hubiera perdido ninguno de los atributos esenciales de este último.

   La figura de la representación ya aparece en los Parlamentos medievales construida sobre las bases del Derecho privado. En su ordenación estaban perfectamente definidos, tanto los sujetos, que actuaban como representantes y en nombre de los entes o personas que los nombraban, como el alcance de su cometido y el detalle de su encomienda, que venían recogidos en los cuadernos de instrucciones que les imponían sus representados, pudiendo operar solamente en los límites que el mandato les confería. La representación adoptaba una disposición triangular, en la que unos representantes recibían el mandato de sus representados para que, en su nombre, actuaran frente a un tercero, esto es, frente al monarca, de donde se deduce que la función de representar era estar frente al poder. Esta modalidad triangular es la que se vino observando en la técnica de la representación hasta la conmutación de sus términos en la Revolución francesa, eje principal de nuestro análisis.

   El principio representativo tiene un origen feudal, y fue en Inglaterra donde más claramente arraigó en una vertiente estamental y corporativa, configurándose en un Parlamento con representación territorial cuya misión principal era la de contrarrestar el poder soberano del rey. Su evolución hasta la fundamentación democrática que se fraguó en la Revolución francesa, tuvo sus ancestros en la Inglaterra medieval y, su progreso, se vería reflejado en las Asambleas de las colonias norteamericanas. Una cultura política que arraigó en quienes habitaban en aquellos territorios impregnada en el espíritu de muchos de los emigrantes ingleses.

   Del proceso revolucionario en Norteamérica, destacar que sus instituciones tuvieron como referencia principal a sus homólogas inglesas y, aunque no existió en su territorio una clase equiparable a la nobleza de la metrópoli, podía distinguirse en ellos una especie de oligarquía territorial integrada por distintas dinastías y familias que, amparadas principalmente en su fortuna, conformaban un diferenciado estatus social que les permitió, durante generaciones, llegar a controlar las asambleas de las colonias. Así se puede advertir que, en la elección de representantes, el cuerpo electoral revalidara durante años el verse representados por los grandes hombres de sus colonias, y que fueran estas grandes familias las que controlaran sus asambleas.

   Allí se establecieron asambleas territoriales para dirimir sobre los asuntos comunes, a la vez que, constituida en órgano representativo de la colonia, ejercían su función como tal en sus relaciones con la Corona. Apelando a la propia Constitución inglesa, demandaban poder participar en los debates del Parlamento inglés a la hora de tratar sobre los asuntos que les afectaban, demanda que nunca se les concedió y que acrecentó el repudio de una normativa que no ofrecía solución a sus problemas.

   Las discrepancias y enfrentamientos con la metrópoli se fueron recrudeciendo y derivaron en una dejadez de funciones del poder inglés. Para superar esta crisis, las colonias promulgaron sus propias “constituciones”, precedidas, alguna de ellas, por una declaración de derechos. Importante fue la Declaración hecha por los Representantes del buen Pueblo de Virginia, en la que se inspiraron algunas de las otras declaraciones y ejerció una notable influencia en la redacción de la Declaración de Independencia.

   La Declaración de Independencia, al recoger gran parte de los principios que declara la de Virginia, supera a ésta al apelar al Creador como el origen de unos derechos fundamentales de la persona. Lo hace así, en nuestra opinión, para justificar la decisión que tomaban apelando a una Ley superior que desbanca a la normativa constitucional del derecho inglés, norma que había sido muy apreciada pero que no ofrecía vías de solución al problema principal que planteaban.

   Proclamados en la Declaración de Virginia y reiterados en la Declaración de Independencia, se vienen a consagrar dos de los principios que van a constituir, a nuestro juicio, el sostén de las democracias modernas: Que todos los hombres son por naturaleza igualmente libres e independientes;  Que todo poder reside en el pueblo y, por consiguiente, de él se deriva. Un principio, el de la libertad, que, al igual que se esgrime para justificar el tránsito hacia una democracia y el avanzar, luego, una vez conseguida, puede, en algunos casos, constituir un elemento desestabilizador del sistema si, como derecho fundamental inalienable, se apela a ella para justificar ciertas acciones. De ahí la necesidad de evaluar y priorizar el catálogo de derechos fundamentales vinculando cada uno de ellos a sus correlativas obligaciones.

   El otro, el que declara al pueblo como titular del poder, lo consideramos el eje fundamental de la democracia. Un principio que, para ser totalmente operativo en su práctica y no dejarlo sólo en una mera elocuencia declarativa, necesitaría de mecanismos efectivos que, entre periodos de vigencia del órgano representativo, no dejara a criterio exclusivo de éste la posibilidad de su revocación y la consiguiente convocatoria anticipada de nuevas elecciones, pues, siendo el pueblo el titular del poder, deberían abrirse vías para que también pudiera tener a su alcance esta opción. Difícil va a ser, por no decir imposible, en nuestra opinión, considerar que una democracia es plenamente eficaz si, en su normativa, no se contempla la posibilidad de que, al menos, en determinadas circunstancias y por motivos claramente evidenciados y fundamentados, el pueblo, directamente, pueda plantear una moción revocatoria del órgano representativo que pudiera dar paso a la convocatoria de elecciones para conformar un nuevo órgano representativo.

   En confluencia temporal con el movimiento revolucionario y la independencia de los Estados Unidos de Norteamérica, vinieron a suceder los hechos de la Revolución francesa. Desde la experiencia del funcionamiento de las instituciones en la Francia revolucionaria, hemos centrado nuestro esfuerzo en ahondar en el ejercicio de sus prácticas. Ha sido nuestra intención tratar de constatar si los defectos y objeciones que apuntábamos en el funcionamiento de la Asamblea en la polis ateniense, en las que el pueblo participaba directamente, pudieran haberse dado y ser concurrentes con las prácticas de la actividad del Parlamento revolucionario francés, en la que habremos de dar por supuesto la participación del pueblo, pero, en esta ocasión, interviniendo indirectamente por medio de unos representantes, y que, en consecuencia, pudieran incidir en ambos casos las mismas repercusiones y, por tanto, pudiera ser aplicable un común resultado en la misma manera y consideración.

   En cuanto a nuestras conclusiones sobre el desarrollo de la democracia a través de la representación política, sistema en el que se fundamentaban las instituciones públicas que surgieron en la Revolución francesa, pensamos que, en lo sustancial, las argucias y arbitrariedades que observamos no difieren notablemente de las que apuntamos en la Grecia antigua. Las carencias educativas del pueblo llano francés lo dejaban a merced del personalismo y la ambición de una emergente clase social liderada por abogados y escritores que, con su elocuente oratoria, buscaban ganarse el favor de la gente para atraer sus votos y labrarse así un acomodado porvenir en la carrera política.

   Situamos nuestro marco referencial en la convocatoria y celebración de los Estados Generales de 1789, cuyo reglamento beneficiaba a la burguesía. Se ordenaba una elección indirecta que se desarrollaba en dos etapas para la elección en el campo y tres etapas para la de las ciudades. Un sistema que favorecía a las personas más influyentes y a quienes estaban mejor adiestrados en la oratoria para imponerse en los debates asamblearios que se suscitaban de cara a la elección de representantes. Así sucedió que, ningún campesino ni representante directo de las clases populares urbanas, obtuvo escaño alguno de los que correspondían al Tercer estado, siendo todos copados por los candidatos procedentes de la clase burguesa. Se daba la paradoja que el noventa y seis por ciento de la población francesa, la representada por el Tercer estado, consiguiera los mismos escaños, la mitad aproximada de la totalidad, de los que llegaba a tener la nobleza y el clero, que representaban solamente al restante cuatro por ciento de la población francesa.

   Así, llegaron convocados los representantes de los tres estados – el clero, la nobleza y el pueblo llano –, con un mandato imperativo limitado a la defensa ante el rey de las propuestas que sus representados les habían formulado en los cuadernos de quejas. En el transcurso de las primeras sesiones ocurrió que, manteniendo la anterior disposición triangular, sin la revalidación del pueblo mediante nuevas elecciones, e integrando a los mismos representantes anteriormente elegidos en la convocatoria real, de una representación estamental e individualizada de cada uno de los tres estados, se pasó a una hipotética representación de la nación y del pueblo francés, adoptando desde entonces la denominación de Asamblea Nacional.

   Era esta una Cámara de representación estamental en la que la Diputación de cada uno de los tres estados había llegado con la misión de representar ante el rey a cada uno de ellos y con el compromiso de atenerse y defender el mandato que recibían. Pudiera ser este uno de los motivos por el que los electores del Tercer Estado hubieran decidido depositar su confianza y otorgar su voto en quienes lo hicieron, al entender que, por su preparación y elocuencia en el discurso, podrían defender mejor sus intereses frente a los poderes de la Corona.

   Una Asamblea que, con la deposición del rey por la acción revolucionaria, sin dejar de ser el órgano representativo del pueblo, pasó a ser la heredera del poder soberano que ostentaba la derrocada monarquía. Sucedió que, al poco de la apertura de sus sesiones, esos mismos representantes, por decisión de ellos mismos y sin contar con sus representados, convinieron en constituirse en Asamblea Nacional, luego Constituyente, demostrando un menosprecio hacia sus mandantes al atribuirse por su sola voluntad la representación del pueblo y la nación francesa, sin que mediara para ello ninguna nueva elección o refrendo popular que lo avalara. Habría que poner en cuestión, pues, la legitimidad de la que decía estar investida la Asamblea Nacional para arrogarse la representación del pueblo, cuando lo que habían recibido de este era un mandato imperativo, tasado en los Cuadernos de Quejas, para que sometieran sus peticiones a la benevolencia real. De quimérica y arbitraría habría que considerar, pues, la actitud de quienes conformaban los Estados Generales al decidir constituirse en representantes del pueblo y de la nación, rompiendo unilateralmente el compromiso adquirido al ser elegidos para representar a cada uno de los estamentos por el que se presentaban.

   Cuestión importante que, por las consecuencias que derivan de ella, también queremos evidenciar, es la transmutación que ocurre en la figura de la representación, al fusionarse en uno dos de los elementos triangulares que anteriormente la componían. La Asamblea pasa a ser ahora la titular del poder que venía ostentando el rey; unos representantes que habían sido elegidos para actuar ante el poder, son ahora, ellos mismos, el poder. Se dibuja así un nuevo escenario en el que el pueblo parece tener la iniciativa y el protagonismo principal, que pudiera ser cierto en el plano teórico, pero no así en la realidad de unos hechos donde, a nuestro entender, aparece más bien como actor secundario en algunos casos, y en otros se ve utilizado para interesados fines de la clase política.

   Recordar que los Estados Generales estaban integrados por la diputación del clero, compuesta por 291 hombres, la de la nobleza por 270 y la del tercer estado o pueblo llano por 578, cuando éste venía a representar al 96% de los casi 26 millones de habitantes que por entonces tenía Francia. A considerar el escenario de desórdenes en que se llevaron a cabo estas elecciones, consecuencia de la escasez y carestía de los alimentos. Nueve de cada diez familias tenían serios problemas de subsistencia y el hambre y la indigencia laceraba a gran parte de la población, lo que nos da base para ponderar el posible nivel educativo y cultural que debía tener el cuerpo electoral en su conjunto.

   La educación estaba asignada en exclusiva a la Iglesia, que gozaba de un relevante poder social y ejercía una enorme influencia en la conciencia ciudadana. El ideal social predominante tenía como principal referencia la suma obediencia del hombre a Dios, su creador. La voluntad divina se manifestaba a través de la jerarquía eclesiástica que actuaba como directora espiritual de las almas y podía hacerlo también en el ámbito de la política. Aunque esta última función estaba delegada en los reyes, ungidos por Dios con un poder absoluto, del que sólo son responsables ante Él. Los reyes eran los amos de los cuerpos y bienes de sus súbditos, sin que éstos tuvieran derecho alguno de resistencia, pues pensaban que, de hacerlo, se estarían resistiendo ante la voluntad del mismo Dios, lo que sembraría de dudas y entorpecería el trazado de su camino hacia la vida celestial.

   Otro factor de incidencia que hemos tenido en consideración ha sido la adversa situación por la que atravesaba la nobleza. En momentos de apogeo, la nobleza no sólo dirigía los asuntos públicos, sino que ejercía una extraordinaria influencia en la opinión de la gente, marcando la pauta a los escritores y dotando de autoridad sus ideas. En el siglo XVIII la nobleza ya no tenía esa fuerza influyente, ni ante el poder, ni ante la sociedad, ocasión que aprovecharon los escritores para ocupar el vacío que aquella dejaba en el espíritu de la gente, posicionándose cual si fueran jefes de un partido político. Éstos, junto a juristas y hombres de negocio conformaron el partido patriota, tomando la iniciativa y propagando la idea de libertad e igualdad civil. Se conforma así una clase política que se articulaba en clubes o sociedades políticas con una visible y profusa actividad, que tuvieron un protagonismo relevante y casi decisivo en el posterior devenir de la Revolución. Este interés por la política dio lugar a la aparición de una abundante literatura panfletaria que pretendía incidir en la opinión publica en favor de sus proposiciones. Nombres como los del abogado Maximiliano Robespierre, del conde de Mirabeau, del periodista Camilo Desmoulins y, sobre todo, del abad Sieyès, empezaron a hacerse populares para convertirse después en líderes de la Revolución.

   Los acontecimientos se precipitaron en el desarrollo de los Estados Generales. De computar el voto por orden de cada uno de los tres estados, se pasó a hacerlo por cabeza, reunidos todos en un solo cuerpo y, lo más importante, la autoridad del rey pasó a estar bajo el control de los representantes de la “nación”, que ya no le proponen al rey sus peticiones para que este las considere, son ellos quienes “obligan” al rey a que refrende sus decisiones. En apenas dos meses desde su sesión inaugural, los Estados Generales habían quedado totalmente relegados. Convertidos en Asamblea Nacional en sus primeras sesiones, de inmediato pasaron a ser toda una solemne Asamblea Nacional Constituyente.

   A todo esto, el pueblo seguía pasando hambre, situación que aprovecharon los dirigentes burgueses para ponerse al frente de unas masas populares que se movilizaban ante la falta de pan, y conseguir que dirigieran sus protestas contra el rey para intentar disuadirle de su intención de cercar París con sus tropas y disolver la Asamblea. Así ocurrió que, tras semanas de revueltas y anarquía, el 14 de julio se produjo la toma de la Bastilla y los acontecimientos se precipitaron. El triunfo de la burguesía era evidente y se hacía con el poder en París, haciendo que hasta el mismo rey reconociera su soberanía.

   Con buen criterio, porque así fue, se atribuye al pueblo el éxito de la toma de la Bastilla, pero si nos situamos en los prolegómenos de la acción se puede advertir la intervención de alguno de los relevantes líderes revolucionarios arengando a las masas para que tomara las armas, y luego la pólvora de la Bastilla, en defensa, decían, de una libertad que corría peligro por la posible represión de las tropas del rey que asediaban París. Pero algo, que no se acababa de difundir con el mismo ímpetu y claridad, parece haber tras esa llamada a la resistencia: el fundado temor a que fuera disuelta la Asamblea por la fuerza, y a las posibles represalias que se pudieran tomar sobre sus integrantes. El pueblo era el elemento necesario para el devenir de los hechos en provecho de la revolución, y así lo entendieron quienes pretendían liderarlo y de ello se beneficiaron, pero las resoluciones sobre la conveniencia y oportunidad de las acciones a tomar se debatían y decidían en lugares de difícil acceso popular: los círculos intelectuales y culturales frecuentados por los políticos revolucionarios.

   Otro de los sucesos en los que se aprovechó el levantamiento del pueblo para presionar a la Corona fue la marcha sobre Versalles, que acabó con el traslado del rey a París y el refrendo por éste de la Declaración de Derechos. Todo comenzó de manera espontánea cuando un grupo de mujeres de los mercados de París, espoleadas por el hambre, inició una manifestación que, cada vez más numerosa, recorría las calles de la capital, decidiendo, finalmente, marchar a Versalles en busca del rey para demandarle pan para sus familias.

   La manifestación arribó al lugar donde se reunía la Asamblea, que había estado debatiendo sobre la negativa del rey a sancionar la Declaración de derechos y los acuerdos que abolían el sistema feudal y suprimían los privilegios del clero y la nobleza. Fue este un encuentro que pone de relieve el distanciamiento y la desconexión que existía entre el interés del pueblo y los miembros de la Asamblea, pues la demanda popular no encontró en ella el eco que cabía esperar. El pueblo tenía hambre y carecía de lo necesario para su subsistencia, necesitaba pan con urgencia, por su parte, la Asamblea postergaba esta demanda y centraba sus debates en asuntos que, aunque pudieran atender al interés general, bien podían esperar un mejor momento y dedicar sus esfuerzos a remediar las perentorias necesidades que el pueblo sufría. Así sucedió que, utilizando en su provecho la presión popular en demanda de pan, la Asamblea consiguió lo que, sin fortuna, venía persiguiendo desde hace tiempo, que el rey secundara la Declaración de derechos y los otros acuerdos que le presentaban. Mientras tanto, al pueblo lo intentaban contentar con la ilusoria promesa de que pronto se remediarían sus acuciantes penalidades sin que, en la práctica, se viera resolución alguna que las aliviara.

   El manejo de la información es algo que siempre han pretendido los dirigentes políticos. Lo hemos podido observar en los discursos de los altos cargos en los debates de la Asamblea en la antigua Grecia, en un intento de predisponer a la gente en favor de su causa y tratar de conseguir el voto favorable para la opción que defendían. Una práctica similar se puede advertir en el proceder de los representantes políticos en la Asamblea de la Francia revolucionaria. Así parece haber sucedido ante la fuga del rey Luis XVI y los posteriores incidentes ocurridos en el Campo de Marte.

   A raíz de la huida del rey, los miembros de la Asamblea debatían sobre la decisión a tomar. Unos se inclinaban por acabar con la monarquía e implantar de una vez la república, mientras otros se afanaban en buscar una solución para seguir manteniendo el sistema monárquico. Quienes defendían esta última opción, difundieron la simulada idea de que el rey había sido raptado, consiguiendo que la Asamblea aceptara su relato y se conformara admitiendo el arresto del rey. Así, decidieron redactar una petición para su posterior aprobación, y recabar luego el refrendo de la misma con la firma del pueblo de París en el altar de la patria del Campo de Marte. Quien finalmente ultimó el escrito, lo hizo pensando en beneficio de sus intereses, incluyendo una frase que, veladamente, supeditaba el reemplazo del rey a lo que mandara la Constitución (esta contemplaba la continuidad de la monarquía). Al parecer, los partidarios de la república no advirtieron en un principio el total alcance del texto tal y como, con mucha argucia, había sido redactado por los constitucionalistas. Cuando se percataron de que, si el pueblo la refrendaba la petición tal y como estaba escrita, pasaba a convertirse en un mandato de este a sus mandatarios y, en consecuencia, consentía en perpetuar la monarquía, lograron que se suprimiera del texto la referencia que se hacía al reemplazo por los medios constitucionales y se añadiera que no se reconocería ya ni a Luis XVI ni a ningún otro rey. Se constata así la manipulación y adecuación de la información al interés de cada bando, en un intento de conseguir el refrendo popular a su opción. Lo suyo hubiera sido trasladar al pueblo una información veraz y no manipulada sobre lo sucedido y darle luego voz para que expresara por sí mismo su decisión en tan trascendental tema, lo contrario, no deja de ser la exigencia del mero asentimiento a una decisión, tomada con engaño, y que, para mayor gravedad, tuvo un luctuoso final con los lamentables hechos en los que derivó este suceso.

   De manera destacada, hemos de apuntar las deficiencias que hemos observado en la génesis de la implantación de los sistemas de representación política. Reiteramos las ya señaladas y apuntamos, finalmente, la que nos parece el origen y causa de la mayor parte de ellas: la tendencia del representante político a intentar perpetuarse en el cargo, cuando no, a ejercer indirectamente su influencia en los órganos decisorios.

   Sucedió en la Francia revolucionaria al dar por concluida la Asamblea Constituyente y proceder a constituir la nueva Asamblea Legislativa. Los representantes de la constituyente se excluyeron para no ser elegidos en el nuevo proyecto y dejar el camino expedito a la incorporación de nuevos diputados. La representación recayó, mayormente, en jóvenes con escasa experiencia en política, mientras que los que venían ejerciendo de líderes, que parecían haberse apartado de la política, siguieron ejerciendo su influencia en los asuntos públicos reubicados en los ambientes de influencia que se alineaban en los clubes alrededor de las principales tendencias vigentes, desde donde actuaban cual si fueran partidos políticos.

   Durante la vigencia de la Asamblea Legislativa siguieron produciéndose violentos enfrentamientos entre quienes seguían defendiendo la Constitución de 1791 y el régimen que de ella surgió, y aquellos que pretendían abolirla con la promulgación de una nueva Constitución que acabara con todo lo que la anterior representaba. Un clima de terror y muerte se volvería a cernir con gran crudeza en medio de fuertes desavenencias políticas y sociales, dando lugar a la concurrencia de tres poderes enfrentados, la Asamblea, la Comuna y el Consejo, lo que condujo a la disolución de la Asamblea Legislativa para dar paso a una Convención de la que debería salir la nueva Constitución.

   En un escenario como el descrito se desarrollaron las elecciones a la Convención, lo que vendría a explicar la notable abstención de seis millones de votantes entre los siete que podían haber votado. La composición social de sus integrantes fue bastante similar a la anterior Asamblea. La mayoría de sus setecientos cincuenta miembros eran abogados, maestros o médicos. Llama la atención que, del total de diputados, solamente dos fuera simples obreros. Subrayar el hecho que se reconozcan los distintos periodos de la Convención con el apelativo nominal del grupo político cuyas iniciativas predominaron en las distintas etapas, lo que, a nuestro juicio, evidencia una desconexión y fraude a la voluntad popular, al imponerse el personalismo y el interés privativo de cada grupo por encima del interés general y las necesidades del pueblo.

   La principal obra política de la Convención fue la Constitución del año III, inspirada en una ideología típicamente burguesa, que retoma las bases de la Constitución de 1791, pero desde un prisma más conservador y liberal. Un referéndum ratificaría esta Constitución para llegar a ser proclamada el 23 de setiembre de 1795, lo que traería consigo la disolución de la Convención, dando paso al nuevo proyecto que su articulado desarrollaba. El sufragio universal sería sustituido por un sistema de elección indirecta de carácter censitario, proceso al que, por su condicionamiento, solamente tendrían acceso unos veinte mil electores. Con ello, el predominio de los notables parecía asegurado y se daba paso a la etapa del “Directorio”.

     El Directorio trajo consigo un gobierno que no conseguiría ganarse la popularidad entre la gente. Sus pretensiones pasaban por encauzar la pacificación del país, pensando para ello establecer un régimen favorable a los intereses de las clases dominantes. Los aún partidarios de restituir la realeza se mostraban cada vez más beligerantes, obligando a la actuación del ejército para tratar de apaciguar los conatos de rebelión. Unido esto a la precaria situación de una economía que no lograba recuperarse, favoreció el que se propagaran los conatos de rebelión, lo que trajo consigo una actuación de represión y, así, cobrara fuerza la opción por volver al régimen monárquico. Los partidarios de esta iniciativa conseguirían un importante triunfo en unas elecciones que no llegaría a gozar de efectividad ante las medidas de excepción que se adoptaron para revisar los resultados electorales, recurriendo incluso al ejército en lo que se podría considerar un auténtico golpe de estado, lo que daría alas a las opciones de izquierda que también tuvieron que sufrir la presión del Directorio.

   Mientras que en el interior del país la situación seguía deteriorándose, en el exterior continuaban los éxitos de los ejércitos franceses al mando de Napoleón, tomando cuerpo la idea de que debía ponerse fin al régimen del Directorio. Al no poder hacerlo reformando la Constitución por el impedimento que suponía la vigencia obligada en los nueve años siguientes a su entrada en vigor, la opción legal había que descartarla, quedando como salida la vía de golpe de Estado. Finalmente, con el pretexto de una conjura, se daría a Napoleón el mando de las tropas de París quien, al día siguiente, conseguiría que se nombraran tres cónsules provisionales: él mismo, Sieyés y Roger Ducos. Su primera medida fue disolver los cuerpos legislativos. La Revolución había terminado.

   El Imperio Napoleónico puso fin a la Revolución francesa y con este final, los hechos parecen dar crédito y aval a las teorías que abogan por el cambio cíclico en los sistemas políticos al predecir que, con sus distintas adjetivaciones en cada una de sus acepciones, estos suelen transitar evolucionando, del gobierno de uno al gobierno de unos pocos, que, a su vez, suele dar paso al gobierno de muchos, para, finalmente, acabar volviendo al principio del gobierno de uno, dando paso así al comienzo de un nuevo ciclo.

   Sin la perspectiva histórica como la que ahora tenemos, casi dos siglos después del discurrir de los hechos, pensaríamos que, el largo eclipse en el tiempo que tuvo la democracia al declinar su vigencia en la Grecia antigua, se volvería a reproducir con el oscurecimiento de su resurgir al sobrevenir el final de la Revolución francesa, dando lugar de nuevo a un largo periodo de regímenes políticos y sistemas de gobierno que, cuando no la ignoraban, relegaban la voluntad popular a un segundo plano. Pero el acontecer de la historia nos muestra que no ha sucedido así, parece que la democracia, en su resurgir, volvió a rayar para no eclipsarse y permanecer en el tiempo, al menos, en los países de corte occidental.

   No se puede negar el mérito que, para el desarrollo de los modernos sistemas políticos, hay que otorgarle, tanto a la cultura de la Grecia antigua y su experiencia democrática en la polis ateniense, como a los movimientos revolucionarios que, siglos más tarde, indujeron el resurgir de la democracia. De sus teorías y experiencias prácticas, se ha nutrido la modernidad de la vida política en la búsqueda de un acercamiento del poder al pueblo para ver de perfeccionar lo que conocemos por democracia.

   Desde la experiencia que nos aporta nuestra dedicación a este trabajo, dos son las cuestiones que, entendemos, han de cuidarse en un régimen político como el de la democracia para que su praxis se pueda manifestar en toda su perfección. Por un lado, la adecuada educación cívica de la ciudadanía para que, en su actividad política, el intelecto de la persona alcance a despejar posibles injerencias interesadas en manipular su espíritu reflexivo y pueda ser capaz de discernir, libremente y por su propia voluntad, buscando siempre en sus decisiones el bien común. Por otro, respetar siempre, sin evasivas ni excusas, la observancia de transparencia y veracidad en la información que, puntualmente, deben facilitar los poderes públicos, bien para que su gestión pueda ser debidamente fiscalizada por quien tiene derecho a ello al ostentar la soberanía: el pueblo; bien para cuando éste deba decidir y expresar su opinión sobre los asuntos que, como titular de la misma, le conciernen en la actividad política.

   A pesar de nuestras críticas, formuladas con el mejor ánimo constructivo, hemos de reconocerle a la democracia ser el régimen político que proporciona los mejores y más racionales medios para poder dirimir las diferencias políticas, al ofrecer el mejor escenario y adecuado cauce en la búsqueda de soluciones a la confrontación de ideas e intereses, tanto a nivel individual como a nivel de los diferentes colectivos que componen la sociedad. Una democracia que se precie de serlo, facilita y hace posible el debate dialéctico en la búsqueda de una vinculada resolución a los problemas de la comunidad, de manera que, aunque pudiera no satisfacer en toda su integridad los intereses en disputa, tampoco ninguno de ellos habría de resultar sustancialmente perjudicado.

   Por último, dejar patente que no seríamos fieles a nuestro sentir poner el punto final a estas conclusiones, y por tanto a esta Tesis, sin manifestar nuestra firme convicción que, la democracia, en su perfección, difícilmente superará el plano de lo hipotético si, con una visión histórica, no es capaz de reconducirse aprendiendo de los errores y vicios pasados, para, libre de ellos, conseguir que, definitivamente, la democracia, como gobierno del pueblo, deje de ser una utópica falacia para llegar a ser una realidad en su praxis.