Mutación de la Constitución     

       

     Demoler el modelo de Estado       

 

 

LA MUTACIÓN DE LA CONSTITUCIÓN COMO ARIETE PARA DEMOLER EL MODELO DE ESTADO

 

   Cuando al tiempo coinciden, la connivencia del poder ejecutivo con la perversión del poder legislativo, ante la pasividad del poder judicial, se desencadena la tormenta perfecta para demoler los pilares que sostienen el modelo de Estado.

 

   Las constituciones se promulgan para que perduren en el tiempo, pero no son inamovibles, motivo por el que suelen incluir en su articulado la normativa por la que se habrán de regir sus posibles modificaciones. La Constitución española de 1978 no es una excepción, su Título X, “De la reforma constitucional” (Arts. 166 a 169), detalla, precisamente, el procedimiento a seguir en función de aquello que se pretenda modificar.

   Ahora bien, una cosa es la modificación de la Constitución por la vía del derecho, y otra muy distinta es la de llevar a cabo su mutación por la fuerza de los hechos que, necesariamente, habrán de ser secundados con la pasividad y connivencia de quienes tienen el mandato constitucional de impedir tales acciones. Hechos y acciones de los poderes establecidos, tanto estatales como autonómicos, que nacen con el propósito de perturbar el orden establecido socavando los principios constitucionales, comenzando con declaraciones impropias de quienes juraron o prometieron guardar y hacer guardar la Constitución, para, revestidos de una legalidad aparente, transformarlos, luego, en preceptos normativos del Derecho vigente.

   En ocasiones, los preceptos constitucionales suelen incurrir en vaguedades e imprecisiones que, para su concreción, necesitan de un posterior desarrollo legislativo que den sentido a su contenido. Tarea que la Constitución encomienda al legislador y que se debe llevar a cabo con total respeto al espíritu que el constituyente quiso imprimir a la misma, con una visión de conjunto y observándola en toda su integridad.

   Pero, con la excusa de aclarar términos oscuros de la norma fundamental, o de desarrollar conceptos vagos de su articulado, incluso forzando a veces una artificiosa oscuridad de alguno de sus preceptos, puede ocurrir que se pretenda una específica modificación de la Constitución por la puerta de atrás. Esto es, saltándose la legalidad a la que se viene obligado para tales casos, tratar de imponer, por los hechos consumados, una versión interesada del texto constitucional totalmente enfrentada al espíritu de la norma constitucional. O lo que viene a ser lo mismo, se estaría acometiendo en toda regla lo que vendría a ser una mutación de la Constitución. Mutación que también pudiera darse en la ordinaria tarea del legislativo al abordar “ex novo” una futura ley cuando, en el proceso de su tramitación se introdujeran o consintieran términos y enunciados no conformes con el mandato constitucional.

   De la reforma de la Constitución se ocupa el Título X que, en sus artículos 166 al 169, se explicita el procedimiento a seguir en función de la modificación que se persiga, mientras que el velar por la constitucionalidad de las leyes se lo encomienda al Tribunal Constitucional en su Título IX (artículos 159 a 165), precisando en su artículo 162 quienes están legitimados para presentar, en su caso, los oportunos recursos de inconstitucionalidad: “… el Presidente del Gobierno, el Defensor del Pueblo, cincuenta Diputados, cincuenta Senadores, los órganos colegiados ejecutivos de las Comunidades Autónomas y, en su caso, las Asambleas de las mismas”. Añadiendo en su artículo 163, “Cuando un órgano judicial considere, en algún proceso, que una norma con rango de ley, aplicable al caso, de cuya validez depende el fallo, pueda ser contraria a la Constitución, planteará la cuestión ante el Tribunal Constitucional en los supuestos, en la forma y con los efectos que establezca la ley, que en ningún caso serán suspensivos”.

   Queda claro que es el Tribunal Constitucional el Órgano que la Constitución designa para velar por la constitucionalidad de las leyes, pero es evidente que este Órgano no puede llevar a cabo esta tarea si no es requerido para ello por quienes vienen habilitados por la misma Constitución para presentar la oportuna denuncia sobre la posible inconstitucionalidad de las normas, decretos y leyes.

   Seguir la lógica doctrinal por quienes han de llevar a cabo la interpretación de los preceptos constitucionales, haría innecesaria la intervención del legislativo para habilitar normas aclaratorias del sentir del constituyente, haciendo innecesaria su intervención y evitando con ello la introducción de elementos distorsionadores de carácter interesado que pudieran contradecir el espíritu que el constituyente quiso imprimir al redactar sus especificaciones. Hay que considerar que al interpretar un precepto constitucional se ha de observar la Constitución con todo rigor y en su integridad, poniendo en valor, además, los principios fundamentales por los que se rigen sus enunciados, tomando como principal referencia su Preámbulo y su Título Preliminar.

   El Preámbulo constitucional, aun sin formar parte de la Constitución y no poseer carácter jurídico, es parte inseparable de la misma. Su valor estriba en ofrecer unas pautas primordiales para dar sentido a las normas constitucionales. En el Título Preliminar vienen explicitados los principios fundamentales por los que se rige el entramado constitucional. No sólo posee un rango constitucional superior al resto del contenido, sino que, además, en él se formulan los valores superiores del ordenamiento jurídico (libertad, justicia, igualdad y pluralismo político). Por todo ello, el Título Preliminar está llamado a ser la parte más importante de la Constitución, al contener los fundamentos del ordenamiento jurídico estatal. Su relevancia estriba en ser en él donde se establecen los principios fundamentales por los que se ha de regir la elaboración e interpretación de todas las normas.

   Desde la consideración de estas premisas, cuesta entender el aliento de toda una serie de conflictos que se vienen suscitando en la sociedad española, auspiciados por ciertos sectores de la clase política, fomentados por algunos de quienes componen los poderes públicos, llámese ejecutivo, legislativo o judicial, servidores públicos que juraron o prometieron guardar y hacer guardar la Constitución y que, ante esos conflictos, se ponen de perfil, cuando no se inhiben de tomar decisión alguna en defensa de lo que prometieron salvaguardar.

   Ante el peligro de que tales actuaciones pudieran derivar en una mutación de la Constitución respecto a la forma de Estado y a la soberanía del pueblo español, no se entiende que no se haya cortado de raíz la contumaz disputa sobre la exigencia en algunas partes del territorio español de un referéndum para decidir sobre su autodeterminación, cuando el artículo 2 del Título Preliminar expresa claramente. “La Constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles”. Considerando, además, que, según el artículo 1.2 del mismo Título Preliminar establece: “La soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado”. Siendo así que, cuando el pueblo español se pronuncia en los llamamientos a las urnas a nivel nacional, hace efectivo el ejercicio de su soberanía, una soberanía única e indivisible, que invalida y deroga cualquier otra posibilidad de su ejercicio a niveles inferiores del supranacional ya ejercido.

   De similar gravedad se pueden considerar los lamentables incidentes que a menudo se producen respecto a la bandera de España, símbolo que representa la unidad de todos los españoles y a la que, por el significado y dignidad que le otorga la Constitución, se le debe mostrar reverencia y respeto. De describir sus características se ocupa en su punto primero el artículo 4 del Título Preliminar, y de otorgarle una superior relevancia sobre las otras banderas que pudieran reconocer como propias las CCAA, lo hace el punto segundo del mismo artículo: “Los Estatutos podrán reconocer banderas y enseñas propias de las Comunidades Autónomas. Estas se utilizarán junto a la bandera de España en sus edificios públicos y en sus actos oficiales”.

   No se entiende, pues, la pasividad y falta de fiscalización de quienes están obligados por la Constitución a perseguir los ultrajes que se vienen produciendo a la bandera de España, cuando no, siendo ellos mismos quienes los promueven o consienten bajo indicios de normalidad y aparente legalidad, amparándose en una adulterada libertad de expresión.  

   Si grave es lo que viene ocurriendo con la bandera de España, más graves son los agravios que se producen a la Corona y a la Jefatura del Estado en la persona del rey. Se puede discrepar sobre el modelo de monarquía parlamentaria establecido, pero guardando la consideración y el respeto debido a quien la Constitución otorga la más alta dignidad del Estado al encomendarle su representación a todos los niveles protocolarios.

   Pero lo más grave de todo, es que sea el activismo de algunas fuerzas políticas, promovido por alguno de sus dirigentes que juraron o prometieron guardar y hacer guardar la Constitución, el origen y promoción de esos desmanes a los símbolos del Estado. Y lo que ya no es que sea grave, sino que llega a ser perseguible de oficio, es que sea el propio Senado español el que promueva y secunde una proposición de ley para despenalizar las injurias a la Corona y los ultrajes a España como la quema de la bandera.

   Ya, por último, hemos de significar, como hechos consumados, las tropelías que las autoridades de algunas CCAA están cometiendo con el castellano, la lengua española a la que la Constitución  considera la oficial del Estado, persiguiendo, e incluso llegando a castigar, a quienes reclaman el derecho que les asiste para su uso preferente.

   Dice la Constitución española en el punto 1 de su artículo: “El castellano es la lengua española oficial del Estado. Todos los españoles tienen el deber de conocerla y el derecho a usarla”. Y, aunque en el punto 2, añade: “Las demás lenguas españolas serán también oficiales en las respectivas Comunidades Autónomas de acuerdo con sus Estatutos”. Es evidente que, según la Constitución, la castellana es la única de las lenguas, por encima de las que puedan cohabitar en alguna de las CCAA, que todo español tiene el “deber de conocer” y el “derecho a usar”. Los Estatutos y normativa autonómica podrán regular las directrices por las que se deba regir el uso de su lengua local, pero, eso sí, sin contravenir o impedir el rango y privilegio que la Constitución otorga a la lengua Oficial del Estado. Las normas dictadas autonómicamente que pudieran ir en contra de esos principios, estarían contraviniendo el mandato constitucional y, por tanto, susceptibles de declararse inconstitucionales. Pero, si ninguna de las partes habilitadas para presentar, por ese motivo, el oportuno recurso ante el tribunal Constitucional lo interpone, estaría haciendo una dejación de sus funciones al no ejercer esa prerrogativa y la norma autonómica acamparía a sus anchas por la fuerza de los hechos, como así bien sucediendo, causando graves conflictos y un grave perjuicio en el ámbito educativo, económico y social. 

   La forma política del Estado español viene perfectamente explicitada en el Título Preliminar de la Constitución. Un modelo de Estado que se basa en la “indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles”, en el que “la soberanía nacional reside en el pueblo español”. Un modelo de Estado sustentado en los pilares sobre los que se asienta y le dan forma manteniendo su unidad: la Monarquía “como forma política del Estado” que, junto a la “bandera de España”, simbolizan y representan la existencia y presencia del Estado español y, finalmente, el castellano, como “lengua española oficial del Estado”, vehículo de expresión necesario para el entendimiento de todos los españoles.

   Como decíamos al principio, la Constitución española no es inamovible, por lo que el modelo de Estado que en ella se establece para España, tampoco lo es. Pero como apuntaba Bodino en “Los seis libros de la república” y secunda José Antonio Maravall en la introducción a la obra de Pierre Mesnard “Jean Bodin en la historia del pensamiento”: “el príncipe (el soberano) no está sometido a las leyes positivas, pero está obligado a observarlas, mientras no las cambie”. Y, si, mientras no se cambien las leyes, el soberano está obligado a cumplirlas, con más razón deberán estar a su cumplimiento aquellos órganos e instituciones que, por su naturaleza y origen, están sujetos al poder soberano que las instituye.

   Pero hemos de insistir para concluir, una cosa es modificar la Constitución por las vías legales que en ella misma se habilitan para tal fin, y otra, muy distinta, será el tratar de hacerlo por la puerta de atrás, dando la espalda al Derecho y a la legalidad vigente, mediante lo que podría catalogarse como un golpe de Estado encubierto por la vía de los hechos consumados, valiéndose para ello de lo que se ha venido en llamar una Mutación de la Constitución.